Apenas me desperté a las nueve, y eso que mi despertador no dejaba de sonar. Me hubiera gustado dormir un poco más, pero entonces recordé que en una hora Aldana y yo nos íbamos a nuestras casas para poder recoger nuestras cosas. Gruñí, enfadada por tener que pasar todo el día con él. Era diferente cuando estábamos en el estudio porque, al menos allí, no nos prestábamos atención. Me arrastré hasta el baño y llamé dos veces antes de entrar. La puerta se abrió y su rostro apareció por la rendija. Se había aplicado crema de afeitar en su barbilla cuadrada y sostenía una maquinilla de afeitar en una mano. Estaba desnudo; sólo una toalla cubría todo lo que debía. Siempre escribía sobre los hombres de la puerta de al lado en mis libros, pero realmente, ahora entendía por qué las mujeres se desmayaban al ver a hombres como Aldana, y también por qué preferían leer sobre esos hombres en lugar de los que yo les mostraba, aunque acabaran con chicos como los míos. Era un sueño. Puede que le odiara, pero no podía admitir que cuando nació todas las estrellas estaban llenos de alegría y le bañaban de muchos favores.
― Terminaré en cinco minutos ―, me informó, pero esa afirmación me pareció tan erótica me tomó por sorpresa. ― ¿Tienes prisa? Puedo salir ahora y volver a entrar ― continuó, su voz por primera vez me sonaba tan melódica y capaz de despertar toda una serie de emociones.
― Haz lo tuyo ―, monologué, y volví a mi habitación para vestirme. Mi mente no podía apartarse del Aldana y me estaba molestando conmigo misma. Tenía que recordarme a menudo que este hombre era la razón por la que nunca tuve esa única oportunidad que merecía de sentir que estaba haciendo algo significativo en el negocio de los libros.
― Amalia, he salido del baño ―, le oí gritar, y sentí un dulce ardor en el estómago, porque me encantaba cómo sonaba mi nombre saliendo de sus labios. ¿Qué demonios estaba pasando? No podía reaccionar así porque era el Aldana. El hombre por el que estaba dejando mi sueño atrás porque siempre se arruinaba ya que se estrellaba contra las paredes que tenían póster de su cara y sus libros pegados.
Sólo salí de la habitación cuando estuve segura de que él estaba en la suya. Pasé por delante de su puerta entreabierta y miré dentro, aunque me esforcé por no hacerlo. Estaba de espaldas a mí. Sus movimientos al ponerse la ropa eran hipnóticos. Apenas podía apartar la mirada de él y eso que temía que se fijara en mí y me encerré en el baño. Me eché mucha agua en la cara hasta que conseguí sentir que encontraba a mí misma y, tras asegurarme de que el Aldana me caía mal, fui a buscarlo. Estaba viendo las noticias de nuevo en ese canal extranjero. Me sorprendió su obsesión, pero no lo comenté.
― ¿Vamos? Necesito café y algo de comer, urgentemente.
Se giró hacia mí inmediatamente. ― Estás comiendo con apetito ―, comentó, sin un rastro de emoción en su tono.
― ¿Por qué? ¿Me estoy comiendo tu comida? ― pasé al contraataque.
― ¿Por qué eres tan agresiva? Es por una buena razón, me gusta que no seas de las que cuentan sus mordidas, eso es lo que trato de decir ― respondió, molesto, y al momento siguiente, volvió a darme la espalda. Me quedé en el mismo sitio mirándole perpleja. ¿De verdad era tan agresiva con él? Trataba de no serlo, pero estaba fracasando miserablemente.
― Gracias", murmuré disculpándome. ― ¿Podemos irnos ya?
Apagó el televisor, irritado de que le molestara, y me dirigió una mirada irónica mientras pasaba a mi lado. Cogió sus cosas y mantuvo la puerta abierta para que saliera. Llamé al ascensor, pero me di cuenta de que había empezado a estar resentido de nuevo. Seguía tirando del cuello de su camisa como si lo estuviera asfixiando, y este comportamiento continuó hasta que llegamos al garaje. Salió corriendo del ascensor y respiró profundamente, aliviado, una vez que llegamos a nuestro coche. Quise preguntarle si estaba bien, pero el hecho de que evitara enfrentarse a mí me disuadió. Decidió conducir él mismo y yo no me opuse porque le ayudaría a alejar sus pensamientos que lo atormentaban.
― ¿Vamos primero a tu casa? ― traté de iniciar una conversación.
Miró su reloj y movió la cabeza negativamente. ― Será mejor que empecemos por el tuyo. Pon tu dirección en el GPS si quieres.
Hice lo que me dijo y me puse el cinturón de seguridad. Él, encendió la radio y puso una emisora de noticias. Estaba obsesionado con las noticias, eso era algo seguro.
― ¿Podemos parar en algún sitio a tomar un café? ― le rogué, una vez más.
Frunció el ceño, esta vez sin rastro de ironía. ― ¿Puedo confiar en que me traigas uno a mí también, o voy a acabar con el estómago dolorido otra vez? ― bromeó.
Solté una risita nerviosa. Nunca olvidaría a ese desastre. ― ¿Te molesta el azúcar, o simplemente no lo quieres por razones dietéticas?
― Me molesta, aunque no siempre, simplemente prefiero comer productos con sustitutos porque si no me puede doler el estómago durante horas.
― Así es como me siento con la comida picante ―, también compartí con él un dato sobre mí, que pareció apreciar. Sin embargo, esas fueron las últimas palabras que compartimos durante una hora. Se detuvo en una conocida cadena de cafeterías donde compré algo de comer y un café, y continuamos hasta mi casa, de nuevo en silencio.
Mi apartamento estaba en el centro de la ciudad, y por supuesto pagábamos mucho más de lo que normalmente valía, aunque sólo fuera por tener una hermosa vista del monumento. Intentaba convencerme de que me inspiraba en la imagen que tenía frente a mí, pero la verdad es que quería llevar una vida bohemia. Ese plan se fue al infierno. Debía dos rentas a César, ya que durante un tiempo él pagaba porque yo no tenía dinero y la inspiración, digamos, no venía definitivamente del monumento. Aldana quedó impresionado con las vistas, aunque no tanto con el apartamento en sí, e inmediatamente recogió una foto mía abrazada a César. La estudió durante un rato y finalmente la dejó, completamente inexpresivo.