—Señorita, ¿podría decirme a qué hora sale el vuelo? —pregunté, aunque fuera la cuarta vez que lo hacía.
—Ya se lo hemos informado, señor. Por razones de fuerza mayor, el vuelo se retrasa dos horas.
Suspiré y miré el reloj. Aquello era más que mala suerte. Sin más, decidí sentarme.
Los minutos pasaban mientras observaba a la gente caminar, recordándome lo que estaba dejando atrás por mis errores.
Pasé mis manos por el rostro; el remordimiento me invadía. No solo me estaba yendo, sino que, sin saber por cuánto tiempo, dejaría de ver a la única persona que me quedaba y que, por mis actos cobardes, me temía.
Sonreí con frustración. Que mi hija llamara a otro “papá” podía tolerarlo, pero saber que me temía me dolía, me quemaba. Pero era el responsable de esa situación; me había visto ser un idiota con su madre.
—Ya tomaste tu decisión, es momento de aceptarla y continuar —me dije en voz alta a mí mismo.
Al ver que llamé la atención de las personas a mi alrededor, decidí caminar por el lugar; quizás eso me ayudaría. Comencé a deambular por los espacios del aeropuerto, sintiendo el corazón encogerse cada vez que miraba el reloj y me daba cuenta de que estaba más cerca de mi partida.
Suspiré profundamente, metí ambas manos en mis bolsillos y traté de convencerme de que esa era una buena decisión. Era más que evidente que ya no tenía motivos para quedarme.
Por mi hija y su bienestar, lo mejor era alejarme, empezar de nuevo. Ya me había encargado de eliminar en lo que podía el peligro para ellas.
—Cuidado, pequeño —dije a un niño que, corriendo sin fijarse, tropezó conmigo.
—Lo siento, señor, lo siento.
Ofrecí una sonrisa y revolví su cabello.
—Tengo que irme. Mami dice que no debo hablar con extraños.
—Es un buen consejo, y tiene razón. Así que obedece a tu madre. ¿Dónde está? —pregunté para asegurarme de que no estuviera perdido.
—Allí —señaló, y pude ver a un hombre acercarse.
Me sobé el cuello con melancolía al ver cómo corría hacia él. Mi mundo se desmoronó al escuchar cómo lo llamaba “papá” y saber que ya no tendría esa oportunidad, porque mi hija ya tenía un padre y yo ya no podría volver a tener hijos.
Observé con tristeza cómo se demostraban cariño, y toda mi vida pasó frente a mí en una oleada de recuerdos de mis malas decisiones. Enderecé mi maleta y continué caminando.
Compré una botella de agua después de mirar el reloj y ver que aún faltaba más de una hora. La ansiedad me atacó y las ganas de fumar se volvieron incontrolables. Se suponía que lo había dejado, pero lo que sentía en el pecho no solo me hacía sentir ahogado.
Me senté, miré mi móvil y en él, la foto de mi hija. Una hija que no pensé tener y que, debido a mi ambición, estuvo a punto de no nacer. Sus ojos tan azules como los míos, su cabello rojizo y sus pecas.
Levanté el rostro; el sentimiento era inexplicable. ¿Acaso era el karma? Tan idéntica a mí físicamente que dolía no poder presumir lo hermosa que era.
Guardé mi móvil, sabiendo que en ese momento ella debía estar llamando “papá” al hombre que ocupaba mi lugar. Que ella tocaba sus hermosas melodías para celebrar junto a la familia que su madre le ofrecía.
Un suspiro involuntario se me escapó. Apoyé mis codos en mis piernas y mi cabeza entre mis manos.
Hice todo tipo de maniobras para controlar mi ansiedad, para sacar de mi cabeza la idea de volver. Eso sería arruinar lo que consideraba hasta ese momento mi mejor decisión, mi acto más grande de amor. Ellas estarían mejor sin mí.
Después de 40 minutos, me levanté, caminé hasta la zona de check-in, pero no había cambio en la información. Definitivamente, debía esperar.
Miré mi reloj una última vez y ya no lo toleré. Decidí salir a fumar. Caminé por los alrededores del aeropuerto y me fue imposible encontrar un cigarrillo; lo consideré una señal. Volví al aeropuerto. Afuera, a una distancia prudente, había un tipo fumando.
—¿Tienes uno extra? Te daré unos zlotys por uno.
—Veo que lo necesitas, te lo regalo. ¿A dónde te diriges?
—Te agradezco —dije después de encenderlo—. De verdad lo necesitaba. Mi viaje se retrasó; iba a Australia.
El hombre me respondió tras exhalar el humo y continuamos una breve conversación. Me dio una especie de caramelo para quitar el sabor y el aliento.
Caminé un poco más cerca mientras terminaba mi cigarrillo. Para no tener inconvenientes, me hice a un lado, la gente me miraba y negaba con la cabeza. Era obvio, y algo que agradecía: no me reconocían.
Nadie reconocía a Christopher Fedoruk, ese empresario y socialité al que la ambición había llevado a perder todo.
Delgado y con el paso de los años notorio, así era como me veía en ese momento, con 39 años, solo y sin más que el equipaje que me acompañaba.
Me terminé mi cigarro y tiré la colilla, exhalando el humo para intentar consumir con ello mi ansiedad.
—Mami dice que fumar es malo —escuché, y mi corazón casi se detuvo al reconocer esa hermosa voz.
Me giré, deseando no haber sido drogado o estar alucinando.
—Eli… Eli… Elianny —pasé mi mano por mi rostro y solté el humo definitivamente.
—Hola, papá —dijo con una voz tan tierna como su rostro.
—Hola, princesa. Lo siento, tu madre tiene razón. —pude verla a ella y a su esposo a una distancia prudente—. No quería fumar, pero tuve que hacerlo. No volveré a hacerlo, te lo prometo. ¿Viniste a despedirte?
—No, papá. Vine a abrazarte.
Suspiré, con el corazón a punto de salirse de mi pecho. Doblé mis rodillas y extendí mis brazos.
—Lo siento, Elianny. Perdóname por haber…
—Quédate, papá. Mami dice que puedo tener dos papás —me interrumpió.
La aparté y la miré.
—¿Tu madre dijo eso? ¿Tú quieres que me quede? ¿No tienes miedo de mí?
Negó con la cabeza y luego agregó.