El llanto de la pared

Capítulo 1

Mis manos están sucias, como no tengo la herramienta necesaria me toca escarbar la tierra con mis propias manos. Casi no puedo ver por la cantidad de lágrimas que desbordan de mis ojos, hice un hoyo no muy profundo pero lo suficiente como para enterrar la pequeñita caja de zapatos que contenía a mi pequeño, mí gato, mí Rony. Ésta mañana lo encontré muerto delante de la puerta de la habitación de mí hermano, no sé qué le pasó, no se quién fue, lo único que sé es que mi mejor amigo está descansando en un sueño profundo, el cuál también me gustaría estar. Coloqué la cajita en el hoyo y comencé a cubrirla con la oscura y seca tierra de mí jardín. Estoy temblando, y mucho. No paro de sollozar, el agua que se escurre por mi mejilla es cálida, y me quema por dentro. Termino de cubrir la caja y le coloco cardos que encontré por ahí, no tengo flores, de hecho,no tengo nada. Solo los feos y desagradables cardos. Cubro mí rostro con mis sucias manos, mis uñas están llenas de tierra, ¿qué pensarían las personas si me vieran así?

Mis lágrimas se convierten en barro al mezclarse con la suciedad. Me arde la mejilla del golpe mañanero que la mujer, a la que me obligan a llamar madre, me dió. Termino de orar por mí pequeño, y por mí. ¿Cómo se supone que sobeviva al infierno que debo llamar vida, sin el apoyo que apagaba las llamas? Esos pensamientos me inundan más en mí miseria. No me queda otra que entrar a mí calvario: mí casa. Estoy toda desaliñada -más que de costumbre- tengo un nido de pájaros en el cabello, la ropa mucho más desgastada y, lo más lindo, parece que me revolque en el barro como un cerdo.

Cuando entré a mí casa me encontré con mi mayor pesadilla, la que me arrebata la energía vital, la que convierte mi vida en el suplicio que es, la que intensifica las llamas de mí infierno, la posible asesina de mí pequeño Rony, la mujer más detestable y agresiva, la mismísima, la maldita, la desgraciada, ella: mí madre.

–¡¿QUÉ HACES DENTRO DE MI CASA ASÍ?!- Me golpea con una fuerza descomunal que me hace caer al piso. Comienzo a llorar más, no sé si por la humillación o porque me duele o porque estoy totalmente sola.

–Ve a lavarte, mugrosa.

Me levanto en un santiamén e ingreso al baño. Me lavo con agua fría y me seco con una toalla casi transparente y agujereada. Me pongo la ropa de siempre, ropa muy desgastada, el pantalón de hoy es uno que encontré tirado en la calle cuando regresaba de la escuela un día. Creo que es uno de trabajo, agradezco que el dueño del pantalón sea delgado, porque es muy complicado encontar prendas para mí. Soy muy delgada, quizás demasiado. Mís pelos están peor que hace un rato, ahora es un nido de pájaros húmedo, y mí mejilla me duele más. Pareciera que me va a quedar una marca, ¿qué me dirán mis maestros al verme así? pienso mientras me miro en el pequeño espejo roto que tengo (que casualmente lo encontré en un basurero). Odio mí rostro, más allá de los golpes, no me gusta mí diminuta y caída nariz, tampoco mis ojos casi achinados y mis descontroladas cejas. Desvio mi mirada a la vieja ventana que da al jardín. Veo la pequeña tumba y mis lágrimas salen por sí solas, otra vez.

Creo que esa ventana es la única salvación que me queda, siempre paso mis días encerrada en la habitación intentando resolver los estúpidos cálculos matemáticos o intentando entender qué rayos es la sinápsis. Devuelvo mí vista al espejo y me veo, veo... ¿qué veo? Solo puedo distinguir el vacío, vacío que me consume, que me devora, el mismo vacío que siento dentro mío. Ojalá alguien me abrazara, ojalá alguien pudiera decirme:"está bien, todo pasará"; pero no, nada de eso sucede.

El rugido de mí estómago me saca de mis pensamientos, quiero comer algo, hoy solo sobreviví con un té y un trozo de pan que creo que estaba medio verde. Quiero salir pero no puedo, si salgo ella estará ahí y me golperá, quizás más fuerte. Escucho pasos llegar la puerta de mi cuarto, y la tocan. Me asusto, y se me cae el espejo (por suerte no se rompió, más de de lo que ya estaba). Veo como la puerta se abre lentamente y aparece mí hermano menor, Justin, de catorce años.

–Engendro, ¿tienes dinero? me quedé sin cigarros.

–N-no tengo nada.

–Vamos, ¿nada de nada?

Niego con mi cabeza y él resopla.

–No te creo, abortada. Déjame ver.

Acto seguido, el desagradable de mí hermano entra a mí habitación y revuelve en mis pocas cosas. Buscando el dinero que no tengo.

–Jus-justin, de verdad, no t-tengo nada.

–Si, claro. Entonces, ¿por qué no puedes ni mirarme?

Es cierto, desde que estaba en la puerta no he levantado mí mirada. Me da miedo, no tanto como mi mamá, pero aún tengo esa marca en mí pierna, de hace dos años, cuando me negué a darle dinero y me quemó con uno de sus asquerosos cigarros de sandía. Comienzo a temblar, de nuevo, mientras él me mira fijamente. Pero mí estómago ruge otra vez y él comienza a reír.

–Ja, ja, ja, ja, ja. ¿La pequeña mugrosa tiene hambre? mamá está de mal humor, te recomiendo no salir. No encontré nada, así que solo por hoy, estás libre. Soy muy buen hermano, ¿no?

Antes de marcharse, toma el espejo que aún no había levantado y lo deja al lado mío. Cierra la puerta con un poco de delicadeza.

–Eres un patán desalmado, como todos los que me rodean.

Lloro por cuarta o quinta vez. Me recuesto en mí incómoda cama. Y vuelvo a pensar, a veces me gustaría dejar de hacerlo, pero es imposible. No sé como pero me duermo, era tan solo la una de la tarde, y dormí hasta las seis de la tarde. Maldecí despertar, ¿qué mal hice yo para merecer esto?




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