El Llanto Que Nos Une

Prologo

El hospital Saint-Étienne de Paris, considerado el mejor hospital de Francia en el año 2017, se alzaba imponente bajo un cielo gris y lluvioso. Su arquitectura moderna, con amplios ventanales de cristal que reflejaban las luces parpadeantes de la ciudad, parecía un faro de esperanza en medio de la oscuridad. En su interior, los pasillos relucían bajo luces blancas que no dejaban rincón en penumbras. Equipado con tecnología médica de última generación y personal altamente calificado, Saint-Étienne era el refugio para quienes buscaban salvar vidas. Aquella noche, sin embargo, el hospital presenciaba dos tragedias en simultáneo, grabándole a todos que ni siquiera la ciencia más avanzada puede desafiar el destino.

En el ala de maternidad, una sala de parto era testigo de la lucha de Quetzalli Mondragón, una mujer de treinta años cuya esperanza y amor por su hijo aún no nacido se enfrentaban al dolor ya la incertidumbre. Acostada en una camilla ajustable, sus piernas descansaban sobre soportes metálicos mientras las luces del quirófano iluminaban su rostro cansado. Su cabello castaño oscuro se adhería a su piel sudorosa, y sus ojos verde oscuro, normalmente llenos de vida, mostraban ahora una mezcla de sufrimiento y miedo.

El equipo médico, compuesto por obstetras, enfermeras especializadas y un pediatra neonatólogo, trabajaba en perfecta coordinación. Una enfermera monitoreaba constantemente la frecuencia cardíaca del bebé a través de un monitor fetal, cuyos pitidos rápidos llenaban la sala, mientras otra ajustaba el flujo del suero intravenoso conectado al brazo de Quetzalli. El obstetra principal, un hombre de unos cincuenta años con manos firmes y voz tranquila, daba instrucciones claras mientras observaba el progreso del parto.

—Quetzalli, necesito que sigas empujando con fuerza —dijo, inclinándose hacia ella—. Ya casi está.

Con un grito desgarrador, Quetzalli reunió sus últimas fuerzas. El pediatra, un hombre joven con mirada concentrada, se posicionó cerca, preparado para recibir al recién nacido. Cuando finalmente el bebé salió al mundo, un silencio sepulcral llenó la sala. No hubo el esperado llanto que anuncia la vida.

—No hay respiración —anunció el pediatra con voz firme pero preocupada. De inmediato, tomó al bebé, cuya piel estaba azulada, y lo colocó sobre una camilla especial bajo una lámpara de calor.

Mientras la obstetra terminaba de atender a Quetzalli, revisando si había desgarros o necesidad de suturas, las enfermeras y el pediatra luchaban por salvar al bebé. Usaron un dispositivo de reanimación manual, bombeando aire en sus pequeños pulmones. Una enfermera frotaba suavemente el pecho del bebé con movimientos circulares, mientras otra preparaba una inyección de adrenalina en un esfuerzo desesperado por reactivar su corazón.

—Hipoxia neonatal severa —murmuró el pediatra, revisando las lecturas del oxímetro. El cerebro y los órganos del bebé no habían recibido suficiente oxígeno durante el parto, y cada segundo que pasaba hacía más difícil revertir el daño.

Quetzalli, con su cuerpo debilitado y adolorido, miraba desde la camilla, incapaz de moverse. La obstetra colocó una sábana sobre sus piernas mientras murmuraba palabras de consuelo que no lograban atravesar el muro de angustia que la envolvía.

Los minutos se hicieron eternos. Finalmente, el pediatra se detuvo. Su mirada cargada de pesar dijo más que cualquier palabra. Se hacercó al obstetra, quien entonces se dirigió a Quetzalli.

—Señora Mondragón, hemos hecho todo lo posible, pero… su bebé no respondió a las maniobras de reanimación. Falleció debido a hipoxia neonatal severa. Lo sentimos mucho.

Quetzalli sintió como si una daga invisible atravesara su pecho. El dolor físico de dar a luz palidecía frente a la devastación emocional que ahora la invasión. Lágrimas ardientes comenzaron a rodar por sus mejillas, mientras su cuerpo se sacudía con sollozos silenciosos.

—Puedo… puedo verlo? —susurró con voz temblorosa.

Una enfermera colocó al bebé en una pequeña manta blanca y se lo entregó. Quetzalli lo tomó con cuidado, observando su diminuto rostro. Era hermoso, perfecto, con pequeñas manos que nunca se moverían y ojos que nunca se abrirían. Su corazón se rompió en mil pedazos al darse cuenta de todo lo que nunca compartirían: su risa, sus primeros pasos, las palabras que jamás pronunciaría.

Quetzalli sostenía en sus brazos al pequeño cuerpo inerte de su hijo. Su piel, aún cálida, parecía la de un ángel dormido. La sala estaba silenciosa, excepto por los sollozos de Quetzalli. Acercó al bebé a su pecho, deseando con todas sus fuerzas que ese contacto milagrosamente devolviera la vida a su hijo.

—Mi amor —susurró entre lágrimas—, cuánto deseé tenerte conmigo. Verte crecer, decir tus primeras palabras, dar tus primeros pasos… —La voz se le quebró, su cuerpo temblando por el dolor.

Quetzalli acarició suavemente la pequeña mano de su bebé, que nunca apretaría la suya en respuesta.

—Te amo tanto —continuó—. Te amé desde el primer momento en que supe de tu existencia. —Su llanto se hizo más intenso, cada palabra llena de un dolor indescriptible—. No sé cómo voy a seguir sin ti. Tú eras mi razón de ser, mi futuro.

Acercó el rostro del bebé a sus labios, dándole un beso tierno en la frente.

—Perdóname, mi amor. Perdóname por no haber podido protegerte. Haría cualquier cosa por cambiar esto, por tenerte aquí conmigo, sano y feliz.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.