El Llanto Que Nos Une

Capitulo 3 Un encuentro destinado

Ya eran las cinco de la tarde, y Antoine Blanchard enfrentaba un desafío inesperado: la búsqueda de una persona competente que pudiera ayudarlo en casa. Había decidido darle una oportunidad a una mujer de unos cuarenta años que respondió a su anuncio, pero rápidamente se dio cuenta de que había cometido un error. La mujer parecía más interesada en coquetear con él que en realizar las tareas para las que había sido contratada. Después de unos minutos de incomodidad, Antoine decidió despedirla con cortesía, agradeciéndole su tiempo.

La frustración comenzaba a apoderarse de él. Necesitaba desesperadamente a alguien que le ayudara a mantener la casa en orden, y aunque sabía que eventualmente tendría que buscar ayuda específicamente para cuidar a su pequeña hija, ahora mismo su prioridad era encontrar una persona que se encargara de las tareas básicas del hogar. El tiempo pasaba, y con cada segundo que la bebé lloraba desconsoladamente, la desesperación crecía.

A las siete de la noche, Antoine estaba en la habitación con su hija en brazos, acunándola mientras intentaba calmarla. La pequeña lloraba sin cesar, hambrienta e inquieta. Antoine se sentó en la cama, sintiendo cómo el peso de la responsabilidad y la tristeza lo aplastaban. Con la voz quebrada por la emoción, comenzó a hablarle a su hija con ternura:

—Shh, cariño, no llores. Sé que tienes hambre, pero pronto estarás bien. Ten paciencia conmigo, ¿sí? —susurró, acariciando su pequeño rostro.

La bebé continuaba llorando, y Antoine la miraba con amor y angustia. Recordó a Elise, su esposa, y cómo ella siempre sabía exactamente qué hacer en momentos como este.

—Elise, mi amor, ayúdame. No sé qué hacer sin ti. Pero prometo que cuidaré de nuestra pequeña. Ambas me enseñarán el camino.

Con esas palabras, la pequeña comenzó a calmarse lentamente. Antoine continuó meciéndola con cuidado hasta que finalmente los dos se quedaron dormidos, agotados por la intensidad del día y las emociones acumuladas.

Al amanecer, en otra parte de la ciudad, Quetzalli despertó abruptamente. Su blusa y la cama estaban empapadas de leche que seguía fluyendo de sus pechos, una constante y dolorosa recordatorio de lo que había perdido. Sus senos llenos y sensibles parecían negarse a aceptar la realidad de su pérdida, manteniendo su función natural como si el hijo que había esperado aún estuviera allí.

Se levantó con desgano y se dirigió al baño, dejando que el agua caliente de la ducha aliviara su cuerpo cansado y su mente atribulada. Después de secarse, eligió un atuendo sencillo: unos pantalones de mezclilla ajustados pero cómodos, y una blusa blanca que solía quedarle perfectamente, pero que ahora se veía demasiado ajustada debido al cambio en su figura.

Con renovada determinación, Quetzalli salió a la calle, buscando trabajo como lo había hecho durante las últimas semanas. Caminó inconsciente por las avenidas elegantes de París y que había trabajado con los señores Dupont durante mucho tiempo, donde las fachadas de los edificios reflejaban el lujo y la opulencia que parecían tan alejados de su realidad. Los adoquines de la Avenue des Champs-Élysées, con sus tiendas exclusivas y cafés llenos de vida, contrastaban con la incertidumbre que sentía en su interior.

Mientras caminaba, se cruzó con los señores Dupont, que siempre habían sido amables con ella. Al verlos, Quetzalli les dedicó una sonrisa educada y los saludó con cordialidad.

—¡Señor y señora Dupont! Qué gusto verlos.

—Quetzalli, querida, ¿cómo has estado? —preguntó la señora Dupont con simpatía, notando el cansancio en el rostro de la joven.

Después de intercambiar unas palabras breves, la señora Dupont le habló de una oportunidad que podría ser perfecta para ella.

—En el número 38 de dónde vivíamos nosotros hacia arriba el señor Blanchard está buscando a alguien para hacer la limpieza. Es de planta, y creemos que podrías encajar muy bien. Por supuesto, menciona que vas recomendada por nosotros.

Quetzalli sintió una mezcla de esperanza y nerviosismo. Agradeció a los Dupont con sinceridad y les prometió ir de inmediato.

Con el corazón latiendo rápidamente, se dirigió a la dirección indicada, sin saber que su vida estaba a punto de cambiar una vez más.

Quetzalli se paró frente a la imponente puerta de madera tallada del número 38, observando los detalles intrincados que reflejaban el lujo y la elegancia de la casa. Respiró hondo, ajustando su blusa y tratando de calmar los nervios antes de tocar. Unos segundos después, la puerta se abrió, revelando a un hombre alto, de cabello ligeramente despeinado y ojeras marcadas, con una pequeña bebé en brazos que lloraba sin descanso.

El desconcierto de Quetzalli fue evidente, pero no dijo nada. Antoine Blanchard la miró por un instante antes de dar un paso atrás e invitarla a entrar.

—Por favor, pase —dijo, su voz cargada de cansancio—. Disculpe el desorden, y… bueno, a mi hija. Déjeme acomodarla en su cuna, y regreso enseguida.

Quetzalli asintió y entró con cautela, sus ojos recorriendo la estancia. Aunque la casa estaba limpia, había un aire de abandono en los detalles: papeles acumulados sobre una mesa, juguetes tirados en un rincón, y una manta desordenada en el sofá. Era evidente que Antoine estaba haciendo todo lo posible, pero la situación lo sobrepasaba.

Mientras esperaba, los llantos de la pequeña resonaban por toda la casa, haciendo que el corazón de Quetzalli se encogiera. Cada vez que escuchaba el llanto, su instinto materno se intensificaba. Deseaba con todas sus fuerzas cargar a la bebé, acunarla en sus brazos y calmar su llanto, pero sabía que no era su lugar… aún.




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