Eran alrededor de las tres de la mañana cuando el llanto de la pequeña rompió el silencio de la casa. Quetzalli, acostumbrada a los despertares nocturnos desde que había perdido a su propio bebé, se levantó rápidamente. Llevaba un camisón translúcido, diseñado especialmente para amamantar, que había comprado meses atrás durante su embarazo. En su momento, pensó que nunca lo usaría, pero ahora ese detalle parecía un pequeño milagro.
Con pasos ligeros, se dirigió a la habitación de Antoine. Tocó la puerta suavemente antes de entrar.
Antoine ya estaba despierto, cargando al bebé contra su pecho desnudo. Sus ojos reflejaban el cansancio acumulado, pero también el amor infinito que sentía por su hija. Llevaba únicamente unos bóxers y no parecía notar la presencia de Quetzalli o su atuendo. Ella, por su parte, estaba completamente enfocada en el bebé.
—Permítame a la pequeña —dijo Quetzalli, acercándose con calma.
Sin dudar, Antoine se la entregó.
—Siga durmiendo, yo voy a cambiarla, le daré su biberón y la traeré dormida. ¿Le parece? —añadió con suavidad, notando el semblante agotado del hombre.
Antoine se sintió profundamente aliviado, su alivio visible en una débil sonrisa.
—Eso sería maravilloso. Gracias, señorita Mondragón —respondió con sinceridad.
Quetzalli asintió y salió de la habitación, acunando a la pequeña con delicadeza. Se dirigió al cuarto de la bebé, donde subió una lámpara de luz tenue para no incomodarla. Antes de proceder, limpió su pecho con una toallita húmeda con agua tibia, preparándose para amamantarla.
—Vamos, pequeña, es hora de comer —le dijo con una voz suave y maternal.
El bebé se pegó al pecho de Quetzalli con avidez, su pequeña boca succionando con fuerza. Mientras la alimentaba, Quetzalli comenzó a hablarle con ternura.
—No soy tu mamá, pequeña, pero haré todo lo posible por cuidarte y darte lo mejor. Prometo alimentarme bien para que tú también estés sano y fuerte. Eres muy hermosa, ¿lo sabías? Estoy segura de que nos llevaremos bien.
El bebé, ajena al mundo, apoyó una diminuta manita en el seno de Quetzalli, como si entendiera cada palabra. La presión de la succión le provocó un leve dolor, pero ella solo suena.
—Vaya que succionas fuerte —murmuró, acariciando con cariño la cabecita de la pequeña.
Quetzalli comenzó a tararear una suave canción de cuna, su voz llenando la habitación con un aire de tranquilidad. El bebé se relajó, sus movimientos se volvieron más pausados, y finalmente dejó de succionar. Quetzalli la levantó con cuidado, apoyándola contra su hombro mientras daba pequeños golpecitos en su espalda.
—Vamos, pequeñita, necesitas sacar el aire —dijo con ternura.
Un pequeño eructo se escuchó, y Quetzalli sonó satisfecha. Ofreció el otro pecho, del cual el bebé también se alimentó con ansias. El proceso se repitió: tarareo, alimento y eructo. Quetzalli limpió la carita y el cuello de la bebé con una toallita húmeda, asegurándose de que estuviera cómodo.
Finalmente, con la pequeña profundamente dormida, Quetzalli la llevó de regreso a la habitación de Antoine. Abrí la puerta con cuidado para no hacer ruido y encontró al hombre dormido, su respiración tranquila contrastando con el cansancio que había mostrado antes, pero lo tuvo que despertar.
Aunque Quetzalli notó que Antoine dormía profundamente, decidió despertarlo para informarle que la bebé ya estaba lista. Se hacercó con pasos ligeros y lo llamó en voz baja.
—Señor Blanchard, aquí tiene. La pequeña está alimentada y limpia. Debería dormir bien ahora —dijo, colocando cuidadosamente a la bebé en sus brazos.
Antoine abrió los ojos lentamente, con una expresión de alivio que suavizaba su rostro cansado.
—Gracias, señorita Mondragón. No sé cómo agradecerle —respondió con sinceridad, mientras acomodaba a la pequeña contra su pecho.
Quetzalli negó con la cabeza, restándole importancia.
—No es nada, solo hago lo que puedo. Buenas noches, señor Blanchard.
—Buenas noches, Quetzalli —dijo él con una leve sonrisa, antes de volver a recostarse.
Antoine se quedó dormido nuevamente con la pequeña descansando sobre su pecho, mientras Quetzalli regresaba a su habitación. En la intimidad de su cuarto, se permitió un suspiro aliviado. Aunque el día había sido largo, comenzaba a sentir que estaba encontrando su lugar en esta nueva dinámica.
A la mañana siguiente, Quetzalli, siguiendo la rutina, se dirigió a la habitación de Antoine para recoger a la bebé. Tocó la puerta varias veces, pero al no recibir respuesta, decidió entrar con cuidado. Antoine estaba profundamente dormido, sus respiraciones lentas y pesadas indicaban un cansancio acumulado. Sin querer interrumpir su descanso, Quetzalli tomó a la pequeña en brazos y la llevó al cuarto de la niña.
Allí, procedió como la noche anterior: limpió su pecho, dejó que la bebé se alimentara, le sacó el aire y la cambió con delicadeza. Mientras tarareaba una suave melodía para que la pequeña se relajara, escuchó pasos apresurados que se acercaban. Antoine apareció en la puerta, con el rostro pálido y lágrimas en los ojos.
—¿Dónde está? ¿Qué pasó? —preguntó desesperado, con una voz quebrada que reflejaba su miedo más profundo.