El Llanto Que Nos Une

Capitulo 6 Confesiones en la Penumbra

La mañana comenzó como cualquier otra en la casa de Antoine Blanchard, pero para Quetzalli, era un día especial. Desde temprano, se dedicó con esmero a preparar a Mireya para la cita con el pediatra. Escogió un adorable conjunto de color verde pastel, confeccionado en suave algodón, con pequeños bordados florales en el cuello y las mangas. Después de cambiarla, la amamantó en el sillón del salón, asegurándose de que estuviera cómoda y satisfecha antes de salir. Luego la envolvió con una manta tejida a mano, tan cálida como delicada, lista para enfrentar la ligera brisa de la tarde parisina.

Para ella misma, Quetzalli eligió un atuendo práctico, pero que resaltaba su figura. Un pantalón de mezclilla oscuro y ajustado, combinado con una blusa de botones de algodón en tono crema. Este detalle era importante: le permitía amamantar a Mireya con facilidad en caso de que la pequeña lo necesitara. Se recogió el cabello en un moño bajo, dejando escapar algunos mecanismos que suavizaban sus rasgos.

Antoine llegó puntualmente a las cuatro, como había prometido. Su porte impecable —traje oscuro y camisa perfectamente planchada— no pasaba desapercibido. Al entrar, su mirada se posó primero en Mireya, quien se veía radiante en su pequeño conjunto, y luego en Quetzalli. Aunque no lo expresó en palabras, no pudo evitar notar lo hermosa que lucía la niñera. Su elegancia sencilla y naturalidad lo dejaron impresionado, pero prefirió no comentarlo.

—¿Listas? —preguntó Antoine con una sonrisa suave.

Quetzalli avanzando, asegurándose de llevar todo lo necesario: un bolso con pañales, biberones, y una muda extra para Mireya.

Ya en el auto, el trayecto hacia la clínica fue tranquilo. Mireya, en brazos de Quetzalli, parecía disfrutar del movimiento del vehículo, observando los reflejos de luz que se filtraban por las ventanas. Antoine manejaba en silencio, pero de vez en cuando lanzaba miradas furtivas a través del retrovisor, observando cómo Quetzalli interactuaba con su hija.

Cuando llegaron a la clínica, fueron recibidos por el pediatra, un hombre de mediana edad con cabello entrecano y una sonrisa que transmitía confianza.

—Buenos días. ¿Cómo está nuestra pequeña Mireya hoy? —preguntó mientras les indicaba que se sentarán.

Quetzalli sostuvo a Mireya con cuidado mientras el doctor realizaba el chequeo. Primero, colocó al bebé en la balanza para medir su peso, luego tomó su estatura, anotando cada detalle en su libreta. Después, revisó sus reflejos y tono muscular. Mireya parecía disfrutar del proceso, observando al doctor con sus grandes ojos curiosos. Cada tanto, soltaba una risita que iluminaba la sala.

—Está en perfectas condiciones —anunció finalmente el pediatra con una sonrisa amplia—. Tiene un desarrollo excelente y se ve muy sana. Sigan así, están haciendo un gran trabajo.

Las palabras del doctor fueron un alivio para ambos. Antoine soltó un suspiro discreto y Quetzalli sonriendo con gratitud, besando suavemente la frente de Mireya.

—Gracias, doctor —dijo Antoine con sinceridad, estrechando su mano antes de salir.

De regreso al auto, Antoine propuso almorzar en la Plaza de la Concordia, una de las más emblemáticas de París. Quetzalli asistió, intrigada por la idea. Llegaron al lugar en pocos minutos, encontrando una mesa en un encantador café al aire libre. Se sentaron bajo una sombrilla, disfrutando de la cálida luz del sol de la tarde que bañaba la plaza.

El bullicio de la gente, combinado con el murmullo del agua de la fuente central y el imponente obelisco que se alzaba en el centro, creaban un ambiente único.

— ¿Qué te parece este lugar? —preguntó Antoine, mientras revisaba el menú.

—Es hermoso. Me encanta la vista y el ambiente —respondió Quetzalli, observando a su alrededor con fascinación.

Pidieron una selección de platos franceses tradicionales: una quiche lorraine perfectamente horneada, un croque-monsieur dorado y crujiente, y una ensalada niçoise fresca y colorida. También compartieron una jarra de limonada casera con hierbas.

Durante el almuerzo, Quetzalli se mantuvo atenta a Mireya, quien descansaba en su regazo, jugando con un pequeño sonajero que Antoine había comprado días antes. Sus movimientos eran cuidadosos, llenos de ternura. Cada vez que Mireya hacía un gesto o emitía un sonido, Quetzalli respondía con una sonrisa o una palabra suave.

Antoine, observándola, no pudo evitar sentirse conmovido por su dedicación. Se dio cuenta de que Quetzalli no solo cuidaba a Mireya, sino que parecía haber desarrollado un vínculo especial con la pequeña.

—Eres increíble con ella, ¿lo sabías? —dijo Antoine de repente, rompiendo el silencio.

Quetzalli levantó la vista, sorprendido por el comentario. Sus mejillas se sonrojaron levemente mientras sonreía tímidamente.

—Gracias. Ella me ayuda a sanar, creo —respondió en voz baja, mirando a Mireya con una expresión de profundo cariño.

Antoine no dijo nada más, pero sus ojos reflejaban una mezcla de admiración y algo más que aún no se atrevía a definir. La conexión que estaba creciendo entre ellos parecía tan natural como el suave viento que recorría la plaza aquella tarde.

Después de disfrutar su almuerzo en la Plaza de la Concordia, Antoine y Quetzalli decidieron caminar un rato por el lugar. Las calles adoquinadas y las suaves luces del atardecer crean una atmósfera mágica, casi sacada de un cuadro. El murmullo de las fuentes cercanas y las risas de la gente completaron el escenario. Antoine empujaba con cuidado la carriola de Mireya, un modelo clásico en tonos crema, con ruedas de caucho y una capota decorada con detalles florales.




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