En la madrugada, Mireya se despertó llorando fuertemente, tanto que Quetzalli como Antoine se levantaron al instante. Quetzalli, todavía con la vista deslumbrada por la luz, ni siquiera tocó la puerta y cargó a Mireya, sintiendo un dolor indescriptible al escucharla llorar. Medio dormida, sin darse cuenta de lo que hacía, sacó su seno y se sentó en la mecedora, creyendo que estaba en la habitación de la niña. La bebé comenzó a alimentarse, mientras Quetzalli tenía los ojos cerrados.
Antoine, observando desde la puerta, se quedó petrificado. La escena ante sus ojos era íntima y maternal, un acto de amor y cuidado que le hizo sentir una mezcla de emociones. Por un lado, sentía una profunda admiración y gratitud hacia Quetzalli por su dedicación y amor hacia Mireya. Por otro, la visión de Quetzalli amamantando a su hija removía sentimientos de dolor por la pérdida de Elise y una confusión creciente sobre sus propios sentimientos hacia Quetzalli.
Quetzalli, de repente, se dio cuenta de dónde estaba y de lo que estaba haciendo. Se levantó de golpe, asustada, y sin querer, hizo que la pequeña Mireya se soltara del seno, comenzando a llorar desesperadamente mientras buscaba nuevamente el pecho. Quetzalli y Antoine se miraron a los ojos, ambos con sentimientos encontrados. Quetzalli comenzó a llorar, sintiéndose vulnerable y expuesta, creyendo que sería su fin a lado de Mireya y luego Mireya se unió al llanto. Todo fue un caos en ese momento.
Antoine, tratando de calmarse a sí mismo y a las dos personas más importantes en su vida, se acercó y le tomó el hombro a Quetzalli con suavidad.
—Está bien, Quetzalli —dijo en un susurro—. No pasa nada. Lo estás haciendo muy bien. Vamos a calmarnos todos.
Quetzalli, con lágrimas en los ojos, asintió y trató de recomponerse. Antoine le acercó una manta, y juntos lograron calmar a Mireya, quien finalmente volvió a dormirse en los brazos de Quetzalli mientras tomaba el pecho. Antoine se quedó a su lado, observando a ambas con una mezcla de ternura y determinación. Sabía que debían hablar de lo que había pasado, pero no en ese momento.
—Descansa, Quetzalli —dijo con suavidad—. Mañana hablaremos. Gracias por todo lo que haces por Mireya. Realmente lo aprecio.
Quetzalli solo pudo asentir, aun sintiendo la intensidad del momento. Salió de la habitación, dejando a Antoine con Mireya.
A la mañana siguiente, Mireya seguía durmiendo plácidamente, pero Antoine se levantó antes para poder hablar con Quetzalli tranquilamente. Sin embargo, Quetzalli seguía dormida, algo raro en ella, ya que siempre estaba despierta desde temprano. Con cierta vacilación, Antoine decidió entrar en su habitación. Sabía que estaba mal, pero necesitaba verla. Se reprochaba a sí mismo por estar ahí, pero no pudo resistir.
Antoine se sentó en la mecedora y contempló a Quetzalli dormir. Su respiración era lenta y profunda, su rostro reflejaba una calma serena que pocas veces había visto. Sus labios ligeramente entreabiertos, su bello rostro enmarcado por su cabello suelto… Todo en ella irradiaba una belleza natural y tranquila que lo conmovió profundamente.
Mientras la observaba, no podía negar más lo que sentía. Había algo en Quetzalli que lo atraía, algo más allá de su belleza física. Su dedicación, su ternura con Mireya, su fortaleza a pesar de su propio dolor... Todo eso lo hacía sentir cosas que no había experimentado desde la muerte de Elise y que se juró jamás experimentar por respeto a ella, pues, según él, era la mujer que amaba. ¿Cómo podría decirlo? ¿Cómo podría expresar lo que estaba sintiendo sin que ella lo malinterpretara o se sintiera incómoda? Antoine suspiró, sabiendo que era un camino delicado. Pero en ese momento, mientras ella se veía dormir tan pacíficamente, supo que debía intentarlo, por él, por Quetzalli y por Mireya.
—Quetzalli… —murmuró en un susurro, apenas audible, como si temiera romper el hechizo de la tranquilidad que la rodeaba.
Por ahora, decidió dejarla descansar un poco más. Salió de la habitación con un nuevo propósito en mente, decidido a encontrar la manera adecuada de hablar con ella y compartir sus sentimientos.
Mireya despertó tranquila aquella mañana. Sus ojitos pequeños parpadearon varias veces, adaptándose lentamente a la luz que entraba por las ventanas. Antoine, quien ya había estado pendiente de su despertar, la recogió con delicadeza de la cuna. Con movimientos suaves, la acomodó en sus brazos, meciéndola con una ternura que solo un padre podía mostrar.
—Buenos días, mi pequeña princesa —dijo Antoine, su voz cálida llenando el cuarto. Sus labios se curvaron en una sonrisa al notar cómo Mireya lo miraba fijamente, con esos ojitos llenos de curiosidad e inocencia.
Mireya gorgoteó, como si entendiera cada palabra que Antoine decía, y movió sus pequeñas manitas, buscando tocar el rostro de su padre.
—Hoy va a ser un día especial, ¿sabes? —continuó Antoine mientras acariciaba su mejilla con un dedo—. Vamos a hacer muchas cosas divertidas, pero lo mejor será ver a Quetzalli sonreír. ¿Te gusta cuando ella sonríe? A mí me encanta, su sonrisa ilumina todo. Es como si su alegría hiciera que todo lo demás desapareciera. ¿Verdad que sí, mi niña?
El bebé respondió con otro gorjeo, y Antoine no pudo evitar soltar una leve risa.
—Eres mi vida, Mireya. Cada vez que ríes, me das fuerzas para seguir adelante —dijo, inclinándose ligeramente para besar la frente de su hija—. Pero ¿sabes algo más? Verte con Quetzalli fue lo más hermoso que he visto. Ver cómo la buscas, cómo te tranquilizas en sus brazos… eso me llena el corazón. Porque sé que ambas se necesitan. Ella te cuida como si fueras suya, y yo… yo quiero que sepan cuánto significan para mí.