El sol de la mañana iluminaba suavemente la habitación mientras Quetzalli terminaba de alimentar a Mireya. Con movimientos delicados y llenos de cariño, le sacó el aire dándole suaves palmaditas en la espalda. La pequeña respondió con un diminuto eructo que hizo reír a ambos adultos. Antoine, sentado cerca, observaba la escena con una sonrisa amplia, sintiendo una calidez indescriptible al ver la ternura con la que Quetzalli cuidaba de su hija.
—Déjame ayudarte —dijo Antoine, levantándose y alargando los brazos hacia Mireya—. Me encargaré del próximo reto: el cambio de pañal.
—Eso no es cualquier reto, Antoine —respondió Quetzalli con una sonrisa traviesa—. Es toda una hazaña, especialmente con esta pequeña traviesa.
Antoine se rio y miró a Mireya, quien ahora balbuceaba y movía sus pequeñas manitas, aparentemente encantada con toda la atención.
—¿A quién cambiaremos, Querida Quetzalli…? —dijo Antoine, inclinándose ligeramente hacia adelante, como si estuviera a punto de revelar un secreto importante. Hizo una pausa dramática, sus ojos brillando con diversión.
Quetzalli, captando su juego, decidió seguirle la corriente.
—A una pequeña que huele muy feo —respondió, llevándose una mano a la nariz y fingiendo horror.
Ambos se estallaron en risas, y Mireya, contagiada por la alegría de sus cuidadores, emitió un sonido alegre mientras agitaba sus piernitas.
Los tres se dirigieron al cambiador, un rincón cuidadosamente decorado con pequeños dibujos de flores y mariposas que Antoine había mandado pintar especialmente para su hija. Antoine colocó a Mireya con cuidado sobre la superficie acolchada y se inclinó hacia ella con una expresión exagerada de preocupación.
—-¡Oh, no! ¡Qué olor tan fuerte! —exclamó, llevándose una mano a la nariz y retrocediendo un paso teatralmente.
Quetzalli, ahora riendo más abiertamente, se unió al juego.
—Debe ser… —dijo, haciendo una pausa para aumentar la tensión—. ¡El monstruo de pañal sucio!
Antoine abrió los ojos con fingido terror mientras Mireya, ajena al drama, reía y balbuceaba con entusiasmo, disfrutando de las caras graciosas que ambos hacían.
—¡Tenemos que prepararnos para la batalla! —anunció Antoine, sacando un paquete de toallitas como si fuera un arma secreta.
—¡Y yo traeré los refuerzos! —añadió Quetzalli, buscando un pañal limpio con una sonrisa de complicidad.
Antoine comenzó a abrir el pañal sucio con movimientos exageradamente cautelosos, como si estuviera desactivando una bomba.
—¡Cuidado, Quetzalli! —dijo en tono dramático, levantando el pañal con dos dedos como si fuera una amenaza peligrosa—. ¡El monstruo del pañal está por atacarnos!
Quetzalli, fingiendo un grito de horror, retrocedió un paso antes de acercarse nuevamente con valentía.
—¡Rápido, Antoine! ¡Necesitamos el pañal limpio antes de que sea demasiado tarde! —respondió, entregándole el pañal nuevo con una expresión seria, como si estuvieran en medio de una misión secreta.
Ambos trabajaron juntos, haciendo gestos exagerados y susurrando estrategias como si estuvieran en una operación de alto riesgo. Mireya se contagiaba de su energía y reía a carcajadas, sus pequeñas manitas agitándose en el aire.
—¡Lo logramos! —dijo Antoine al terminar de cambiar el pañal, levantando a Mireya en el aire como si fuera un trofeo.
—¡Somos los héroes del pañal! —añadió Quetzalli, riendo mientras acariciaba la barriga de Mireya, haciendo que la bebé riera aún más.
La escena, aunque sencilla, estaba llena de una armonía que Antoine no había sentido en mucho tiempo. A través de las risas y las bromas, se estaba construyendo algo más profundo, algo que iba más allá de las palabras: un lazo que unía a los tres como una verdadera familia.
Con la tarea cumplida y las risas aún frescas en el aire, Antoine tomó a Mireya en brazos mientras Quetzalli acomodaba el pañal y recogía el pequeño desastre que habían dejado en el cambiador. El bebé estaba feliz y tranquila, su cabecita descansando contra el pecho de su padre. Juntos, los tres descendieron las escaleras hacia el comedor, donde los esperaba un festín matutino cuidadosamente preparado por Colette.
El comedor era acogedor, iluminado por la luz natural que se filtraba a través de las ventanas adornadas con cortinas de encaje blanco. En el centro de la mesa, un ramo de flores frescas añade un toque de color y fragancia al ambiente. Las flores, seleccionadas y dispuestas por Quetzalli desde el día anterior, eran una mezcla de tulipanes, lirios y pequeñas ramitas de lavanda que llenaban el aire con un suave aroma calmante.
Cada día, mientras Antoine se iba a trabajar, Quetzalli dedicaba algunas horas a mantener la casa en perfecto orden mientras Mireya dormía. Además de cuidar de Mireya, encontraba pequeños momentos para hacer que el hogar tuviera un toque especial. Siempre se aseguraba de tener flores frescas en los jarrones, seleccionando con cuidado aquellas que combinaban con los colores del mobiliario. También colocaba un pequeño ramo de rosas en el marco donde estaba la foto de la madre de Mireya, como una manera de honrar su memoria y mantener su presencia en la casa. Si el tiempo se lo permitía, ayudaba a Colette en la cocina, aprendiendo sus recetas y compartiendo momentos de camaradería.