El Llanto Que Nos Une

Capitulo 10 Latidos de un nuevo sentimiento

Después de aquel día en que Quetzalli rompió en llanto y encontró el consuelo que tanto necesitaba, las cosas en la casa tomaron un giro diferente. La relación entre ella y Antoine se volvió más cercana, pero también más contenida. Las palabras entre ellos eran siempre cuidadosas, llenas de cariño, pero nunca sobrepasaban los límites. Antoine se aseguraba de mantener esa línea invisible, aunque sus pensamientos lo traicionaran constantemente. Deseaba besarla, sentir su calor, probar sus labios. Pero no se permitiría ir más allá, no mientras la herida de Quetzalli aún cicatrizaba y sus propias emociones permanecían en un delicado equilibrio.

Quetzalli, por su parte, se sentía igual. Su corazón palpitaba cada vez que Antoine estaba cerca, cada vez que sus ojos se cruzaban o su voz llenaba cálidamente el espacio. Deseaba sus brazos alrededor de ella, deseaba algo más que miradas furtivas y sonrisas tímidas. Pero el miedo al rechazo y la incertidumbre la frenaban. Así, ambos navegaban en una tensión dulce y melancólica, temerosos de romper la frágil armonía que habían construido.

Aquella mañana, Antoine había decidido sorprenderlas a ambas. Había mandado a Colette a descansar por el día, asegurándole que él se encargaría de todo. Deseaba hacer algo especial, algo sencillo pero significativo. Se levantó temprano, organizando ingredientes y utensilios en la cocina. El aroma del café recién hecho y del pan tostándose comenzó a llenar la casa. Preparó huevos revueltos con un toque de hierbas frescas y una ligera salsa de tomate, además de jugo de naranja recién exprimido.

Mientras tanto, Quetzalli despertó al sonido del leve murmullo de la casa. Mireya, que en ese momento durmió en su habitación junto a Quetzalli, había descansado bien y estaba de excelente humor. Quetzalli la alzó en brazos, riendo, mientras la pequeña intentaba tocarle el rostro con sus manitas inquietas. Entre risas y cosquillas, se vistieron y bajaron juntas.

Cuando Quetzalli entró en la cocina con Mireya en brazos, el aire pareció cambiar. Antoine estaba frente a la estufa, concentrado en lo que hacía, con las mangas de su camisa arremangadas y un delantal que le daba un aspecto sorprendentemente hogareño. Al escuchar sus pasos, levantó la vista y sus miradas se encontraron. Por un instante, el tiempo pareció detenerse.

—Buenos días —dijo Antoine, su voz tan cálida como el sol que entraba por la ventana. Una sonrisa sincera se dibujó en su rostro mientras sus ojos pasaban de Quetzalli a Mireya, llenos de ternura.

—Buenos días —respondió Quetzalli, sintiendo cómo el rubor subía a sus mejillas. Bajó la mirada brevemente, pero volvió a levantarla, como si no pudiera evitar buscar los ojos de Antoine una vez más.

— ¿Cómo durmieron? —preguntó Antoine, dejando a un lado lo que hacía para acercarse a ellas.

Se inclinó ligeramente para acariciar la mejilla de Mireya, quien respondió con una pequeña risita y trató de sujetar su dedo con su manita. Después, su mano se deslizó hacia Quetzalli, rozando con suavidad su rostro, como si fuera un gesto natural.

Quetzalli sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero no era miedo; era algo más. Algo que hacía que su corazón latiera con fuerza y que sus pensamientos se dispersaran.

—Muy bien, gracias. Mireya ya casi duerme toda la noche —respondió Quetzalli con una sonrisa, aunque su corazón latía con fuerza, como si quisiera gritar lo que su voz aún no se atrevía a decir.

La mesa del desayuno estaba impecablemente servida. El aroma del café, de los huevos recién hechos y el pan tostado llenaban el ambiente, creando una atmósfera cálida y familiar. Antoine se aseguró de que todo estuviera en su lugar antes de invitar a Quetzalli a sentarse.

—Toma, aquí tienes tu café —dijo él, colocando con cuidado una taza frente a ella.

Quetzalli, con Mireya en brazos, agradeció con una sonrisa. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de tomar la taza, Antoine alzó una mano en un gesto de negación.

—Espera un momento, Querida. —Él tomó la taza de sus manos con una expresión de dulce reproche—. Recuerda que el café no es lo mejor mientras estás amamantando.

Quetzalli lo miró sorprendida, pero no pudo evitar reírse.

—Antoine, apenas es una pequeña taza…

—Nada de excusas —dijo él con firmeza, pero su tono era juguetón. Se levantó y regresó con un vaso de jugo de naranja recién exprimido, que colocó frente a ella—. Esto será mucho mejor para ti.

Quetzalli negó con la cabeza, divertida, pero ganó el jugo.

Mientras Antoine se sentaba nuevamente, ella acomodó a Mireya en sus brazos. La pequeña empezó a inquietarse, girando su cabeza hacia el pecho de Quetzalli. Era una señal inconfundible. Quetzalli, ya acostumbrada, se ajustó el chal que llevaba puesto, cubriéndose con discreción antes de sacar su seno y permitir que Mireya se prendiera.

El momento fue tan natural como íntimo. Mireya succionaba con desesperación, como si temiera que el alimento fuera a desaparecer en cualquier momento. Quetzalli, con una mano, sostenía a la pequeña, mientras que con la otra acariciaba su cabecita con ternura.

—Siempre tiene tanta hambre —comentó, sonriendo al ver cómo Mireya cerraba los ojos mientras se alimentaba.

Antoine, que había estado observándolas, no pudo evitar sentirse conmovido por la escena. Había algo en la forma en que Quetzalli miraba a Mireya, en esa conexión silenciosa entre ambas, que parecía trascender cualquier vínculo biológico. Era como si, a pesar de todo, Mireya hubiera encontrado a su verdadera madre.

—Lo haces de maravilla —dijo Antoine, rompiendo el silencio con suavidad—. Mireya confía en ti de una manera que nunca había visto.

Quetzalli levantó la vista hacia él, y por un momento, sus miradas se encontraron. Había gratitud en sus ojos, pero también algo más profundo, algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar.

—Gracias, Antoine. Creo que ella me enseña más de lo que yo podría darle —respondió en voz baja, volviendo su atención a la pequeña que seguía succionando con fervor.




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