El Llanto Que Nos Une

Capitulo 12 Visitas inesperadas

Mireya ya tenía seis meses y cada día que pasaba, su crecimiento y fortaleza llenaban de alegría a Antoine y Quetzalli. La pequeña era risueña y curiosa, con unos ojos brillantes que parecían reflejar la inocencia del mundo. Su risa se había convertido en la melodía favorita de la casa, un sonido capaz de borrar cualquier preocupación.

Recientemente, la había llevado al médico para su chequeo rutinario. El doctor quedó encantado con la salud de Mireya, asegurando que estaba creciendo de manera excelente. Sin embargo, no todo en la visita había sido placentero. A los seis meses, era necesario aplicarle varias vacunas, entre ellas la de la hepatitis B, la polio, la difteria, el tétanos, la tos ferina, el rotavirus y la neumocócica conjugada.

Quetzalli había sostenido con ternura a Mireya cuando la enfermera preparaba las inyecciones, tratando de tranquilizarla con palabras suaves. Pero en cuanto la primera aguja perforó su piel, la pequeña se rompió en llanto. Su carita se arrugó por el dolor y sus sollozos llenaron la sala, haciéndole un nudo en la garganta a Quetzalli.

—Lo siento, mi amor… —susurró, besando su cabecita mientras sus propias lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

Antoine, que estaba a su lado, le apretó la mano con cariño.

—Sé que duele, pero es por su bien —murmuró él, aunque su expresión dejaba en claro que tampoco soportaba ver sufrir a Mireya.

Una vez que todo terminó, Quetzalli la abrazó contra su pecho, calmándola con suaves caricias en la espalda. Mireya se aferró a ella, buscando consuelo, mientras Antoine les rodeaba con su brazo protector.

—Eres increíble —le dijo a Quetzalli, admirando la ternura con la que se refería a Mireya.

Ella lo miró con una sonrisa melancólica, secándose las lágrimas.

—Solo hago lo que cualquier madre haría…

Antoine quiso decirle que ella era más madre para Mireya de lo que nadie jamás lo sería, pero se contuvo. En cambio, se inclinó y depositó un beso en su frente, con un gesto lleno de amor y gratitud.

De regreso en casa, todo parecía volver a la normalidad. Quetzalli había acunado a Mireya hasta que finalmente quedó dormida. La pequeña descansaba plácidamente en su cuna, con sus manitas cerradas en pequeños puños y sus labios entreabiertos en un gesto de total tranquilidad.

Antoine y Quetzalli se encontraban en la sala, disfrutando de un momento de paz. Él la miró con ternura, admirando la calidez que emanaba de ella, la forma en que su sola presencia llenaba la casa de vida. No pude resistir más.

Se hacercó lentamente, acariciando su mejilla con la yema de los dedos. Quetzalli se estremeció bajo su toque y levantó la mirada hacia él. Sus ojos oscuros reflejaban emoción, duda y un anhelo reprimido.

—Eres increíble, Quetzalli… —susurró Antoine, inclinándose hacia ella.

Ella no se alejó. Todo lo contrario, sintió que su corazón se aceleraba con la cercanía, con el calor de su aliento rozando su piel. Cerró los ojos y dejó que la magia del momento los envolviera.

Cuando sus labios se encontraron, fue como si el tiempo se detuviera. El beso fue tierno al principio, un roce delicado lleno de cautela, pero rápidamente se volvió más intenso. Antoine deslizó sus manos por su espalda, atrayéndola más hacia él, como si temiera que pudiera desaparecer en cualquier momento.

Quetzalli rodeó su cuello con los brazos, entregándose por completo a la sensación. Su piel hormigueaba bajo el contacto de Antoine, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que estaba exactamente donde debía estar.

Pero la burbuja de felicidad se estalló de la peor manera.

—¡¿Qué estás haciendo con esta mujer, Antoine?!

El grito furioso de su madre los sobresaltó. Ambos se separaron de golpe, volteando hacia la puerta, donde la imponente figura de la señora Blanchard se alzaba con el rostro descompuesto por la ira.

Antoine se puso de pie de inmediato, situándose instintivamente delante de Quetzalli, como un escudo.

—Madre… —comenzó, pero no tuvo oportunidad de decir más.

Su madre avanzó con pasos firmes, ignorando completamente a su hijo y dirigiéndose directamente a Quetzalli con una mirada llena de desprecio.

—¡Tú! —escupió con veneno—. ¿Cómo te atreves a poner tus manos sobre mi hijo?

Antes de que Quetzalli pudiera reaccionar, la mujer alzó la mano y le propinó una bofetada que resonó en la habitación.

El golpe fue tan fuerte que Quetzalli tambaleó hacia atrás, llevándose una mano a la mejilla, donde la piel ardía por el impacto.

—¡Madre! —rugió Antoine, sujetando el brazo de su madre con fuerza—. ¡No vuelvas a tocarla!

Pero la mujer no había terminado con su ataque. En un acto de pura crueldad, giró sobre sus talones y golpeó la cuna con fuerza, haciendo que Mireya despertara de golpe y su cabeza chocara contra la madera.

El llanto desgarrador de la pequeña llenó la habitación.

Quetzalli reaccionó de inmediato, olvidando su propio dolor y corriendo hacia Mireya. La tomó en brazos con desesperación, revisándola rápidamente para asegurarse de que no estuviera herida de gravedad.




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