El Llanto Que Nos Une

Capitulo 14 Saboreando la felicidad

Mireya estaba cumpliendo ya ocho meses y cada día se mostraba más lista y traviesa. A esa edad, ya podía sentarse sola, gatear con rapidez y balbucear palabras incomprensibles pero adorables. Sus ojos brillaban con curiosidad, y sus manitas siempre estaban buscando algo nuevo que explorar. A menudo, tiraba objetos al suelo solo para ver cómo caían, y reía con cada descubrimiento.

Antoine se iba a trabajar, pero ahora regresaba por la tarde, deseoso de ver a las mujeres que amaba. Ya no trabajaba hasta tarde en la noche como lo hacía cuando estaba con Elise. Diego seguía en contacto con Antoine y, de vez en cuando, los visitaba. Jean-Luc y Camille llamaban a menudo o hacían videollamadas para mantenerse al día con la familia.

Sin embargo, la relación con la madre de Antoine seguía siendo un verdadero martirio. La señora no dejaba de hacer comentarios amargos y malintencionados, intentando sabotear la felicidad de Quetzalli y Mireya. La tensión era palpable cada vez que ella estaba cerca.

Después de una de esas visitas cargadas de negatividad, Mireya no dejaba de llorar desesperadamente, a pesar de los esfuerzos de Quetzalli por calmarla con palabras amorosas y tiernas. Revisó el refrigerador y no encontró lechuga, un remedio que había aprendido en México para calmar a los bebés. Sin poder esperar más, tomó a Mireya en brazos y envió un mensaje a Antoine, informándole que saldría con la niña al supermercado.

Mireya seguía llorando y sollozando mientras Quetzalli hacía las compras rápidamente, recogiendo lechuga y lavanda. Una vez de vuelta en casa, preparó la tina con agua caliente, añadiendo las hojas de lechuga y lavanda. Mireya seguía sollozando, sus ojitos hinchados y rojos revelaban su malestar. Quetzalli, con paciencia y amor, comenzó a bañarla, frotando suavemente su cuerpecito con las hojas de lechuga mientras le cantaba con ternura.

—Arrorró mi niño, arrorró mi sol, arrorró pedazo de mi corazón —cantaba Quetzalli, su voz suave y melodiosa llenando el cuarto—. Este niño lindo ya quiere dormir, hazle su cunita de rosas y jazmín.

Las palabras de la canción de cuna mexicana, llenas de amor y consuelo, parecían calmar a Mireya. Quetzalli continuó cantando mientras bañaba y sobaba a la pequeña con las hojas de lechuga, recordando los métodos tradicionales que había aprendido en su tierra natal para tranquilizar a los bebés.

Después de bañarla, Quetzalli vistió a Mireya con ropa calientita y suave, aplicando su loción preferida. Luego, se sentó en la mecedora y comenzó a darle pecho mientras seguía cantando:

—Este niño lindo ya quiere dormir, hazle su cunita de rosas y jazmín. Arrorró, arrorró, arrorró mi niño.

La voz de Quetzalli, combinada con el calor y la cercanía de su pecho, finalmente calmó a Mireya. Poco a poco, los sollozos de la pequeña cesaron, y sus ojos se fueron cerrando, dejándose llevar por la tranquilidad y el amor que sentía en los brazos de Quetzalli.

Mireya por fin se durmió, y Quetzalli lloraba en silencio mientras seguía meciéndola. También estaba estresada después de todo lo que había pasado.

Antoine llegó una hora más tarde, habiendo traído de México maíz que había pedido para algunos platillos. Imaginó que sus mujeres hermosas estarían en el jardín jugando, pero al subir las escaleras, escuchó sollozos apenas audibles. Abrió la puerta y vio a Quetzalli llorando con Mireya en brazos. Asustado, entró rápidamente.

—¿Qué pasó? ¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? —preguntó con preocupación.

Quetzalli le hizo señas para que se callara. Se levantó, pero Antoine le quitó a Mireya suavemente, le dio un beso en la frente y la acomodó en la cuna. Luego, tomó las manos de Quetzalli y la llevó a la otra habitación. Ahí, Quetzalli se soltó a llorar abrazada a Antoine.

—Mi amor, no me espantes, ¿qué pasó? —le preguntó con ternura.

Quetzalli, entre llantos, comenzó a explicarle lo sucedido con su madre.

—Me dijo que era una vulgar ladrona, que estaba segura de que le había pagado a los médicos para que yo perdiera a mi bebé y para que muriera Elise —dijo Quetzalli con la voz quebrada—. No aguanté más ver sufrir a Mireya.

—Tranquila, mi amor —dijo Antoine, aunque por dentro le hervía la sangre del coraje—. Tendré que hablar con mi madre. Ella tiene prohibida la entrada a nuestra casa. ¿Cómo pudo decirte eso?

—Ella es la abuelita de Mireya —decía Quetzalli, hipando mientras seguía llorando.

—No me importa. Está en riesgo la estabilidad de ustedes dos, y mi niña no tiene que aguantar las malas vibras de mi madre. Lo siento tanto, mi amor, ya no llores. Anda, vamos a bañarnos y descansemos —le dijo Antoine, tratando de calmarla.

—Perdona por llegar tarde. Pero mañana no iré a trabajar para estar con ustedes —añadió Antoine.

Quetzalli dijo que no había problema asintió y se fue a bañar, mientras Antoine también se bañaba en su habitación.

Una vez todos bañados, levantaron a Mireya de la cuna y se fueron a dormir juntos. Era temprano, pero con todo lo sucedido, sabían que dormirían profundamente. Quetzalli, aún llorando, se quedó dormida mientras Antoine le hacía cariños en la espalda. Mireya, abrazada a Quetzalli en medio de los dos, también suspiraba por haber llorado tanto.

Antoine estaba más que molesto. Era su madre, sí, pero jamás permitiría que lastimara a su hija, y ahora a la mujer que pensaba convertir en su esposa. Eso jamás lo permitiría. Mientras pensaba en cómo decirle a su madre que ya no la quería ahí, se quedó también dormido, decidido a proteger a su familia y luchar por la paz en su hogar.




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