El amanecer se filtraba tenuemente por las cortinas, dibujando destellos dorados en las paredes de la habitación. El ambiente era cálido, envolviendo el espacio con una tranquilidad apacible. Antoine despertó primero, sus ojos se posaron en Quetzalli, quien aún dormía a su lado. Su respiración era serena, y su rostro tenía una expresión de calma que contrastaba con los días de angustia que habían vivido recientemente.
Mireya aún dormía plácidamente en su cuna, con su cuerpecito envuelto en su mantita favorita. Antoine sabía que tenían un momento a solas antes de que la pequeña despertara y les exigiera toda su atención. Aprovechó la oportunidad de acercarse a Quetzalli y acariciar su cabello con ternura.
Ella comenzó a moverse ligeramente, abriendo los ojos con lentitud hasta encontrar a los de Antoine, quien la observaba con una sonrisa cálida.
—Buenos días, mi amor —susurró él, dejando un suave beso en su frente.
Quetzalli sonó con timidez y se acurrucó un poco más en el calor de las sábanas.
—Buenos días… —murmuró.
Antoine deslizó su mano suavemente por su brazo y tomó su mano entrelazando sus dedos con los de ella.
— ¿Quieres bañarte conmigo? —preguntó de repente, con una mirada llena de amor y complicidad.
Quetzalli parpadeó, sorprendida. No esperaba aquella propuesta. Su mente comenzó a llenarse de pensamientos contradictorios. No era que no quisiera estar con él, pero la inseguridad la invadió de inmediato. Desde la perdida de su pequeño nadie la ha visto, su cuerpo había cambiado. Su vientre, aunque delgado, tenía una ligera flacidez que no había desaparecido por completo, y su piel estaba marcada con estrías que le recordaban el embarazo… y la pérdida de su primer bebé.
La vergüenza se apoderó de ella. Bajó la mirada, sintiendo un nudo formarse en su garganta.
Antoine notó su reacción y, sin decir nada, se acercó con suavidad. Rodeó su cintura con sus brazos, abrazándola con ternura, apoyando su mentón en su cabeza.
—Perdóname, mi amor, no quiero forzarte a nada. Mira, me bañaré yo primero y después tú, o si prefieres, puedes bañarte primero. No hay prisa —dijo en un tono tranquilizador.
Pero Quetzalli no pudo contenerse más. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos sin que pudiera evitarlo. Sus hombros temblaron ligeramente, y su respiración se volvió entrecortada.
—No llores, mi amor, por favor —le susurró Antoine, apartándose un poco para mirarla a los ojos.
Quetzalli intentó hablar, pero su voz se quebró. Finalmente, entre sollozos, logró decir:
—Tengo miedo, Antoine… Me da pena… Estoy llena de estrías y…
No pudo terminar la frase. Antes de que pudiera seguir, Antoine la interrumpió con un beso suave, cargado de amor y comprensión. Sus labios se posaron sobre los de ella con delicadeza, transmitiéndole calma, como si con ese gesto pudiera absorber todas sus inseguridades.
Cuando se separó, llevó una de sus manos a la mejilla de Quetzalli y la acarició con suavidad, secando sus lágrimas con el pulgar.
—Quetzalli… —susurró con ternura—, esas marcas en tu cuerpo son testimonio de algo maravilloso. En tu vientre llevaste a un bebé durante nueve meses. Cada estría, cada cicatriz, es un símbolo de la vida que creaste.
Hizo una pausa para asegurarse de que ella realmente lo estaba escuchando. Sus ojos oscuros estaban fijos en los de Quetzalli, transmitiéndole una sinceridad absoluta.
—No son defectos, son recuerdos de la fuerza y el amor que tienes dentro de ti. Para mí, son hermosos porque son parte de ti, y yo te amo completamente, con todas tus cicatrices y marcas. Eres perfecto tal como eres.
El silencio que siguió fue profundo. Quetzalli lo miró, aún con lágrimas en los ojos, pero esta vez no eran de tristeza. Eran lágrimas de alivio, de aceptación.
Las palabras de Antoine se habían colado en lo más profundo de su ser, desmantelando, poco a poco, los miedos que la habían atormentado durante meses.
Sin decir nada, se abrazó a él con fuerza, aferrándose a su amor, a su comprensión, sintiendo que, en ese momento, todo estaba bien.
El silencio que los envolvía era cálido, íntimo, solo interrumpido por el suave sonido de sus respiraciones. Quetzalli, aún con lágrimas en los ojos, apoyó su frente en el pecho de Antoine, escuchando los latidos de su corazón. El sonido rítmico y constante la reconfortó.
—Gracias, Antoine… —susurró, su voz apenas un hilo de sonido, impregnado de emoción. —Gracias por amarme así.
Antoine deslizó sus dedos entre su cabello, acariciándolo con ternura. La rodeó con sus brazos, envolviéndola en su calor, como si con su abrazo pudiera protegerla de todas sus inseguridades.
—Siempre, mi amor —respondió con convicción, su voz vibrando con una dulzura infinita. —Siempre.
Se quedaron así por unos minutos, abrazados en la quietud de la mañana, dejando que sus emociones fluyeran en silencio. No necesitaban más palabras. El amor que compartían hablaba en cada caricia, en cada suspiro.
Después de un rato, Quetzalli levantó la mirada, sus ojos brillando con una mezcla de determinación y ternura.