La casa de Antoine estaba llena de vida. Jan Luca y Camille habían llegado temprano, seguidos por Diego y su nueva novia, Amélie, junto a su hijo de tres años, Théo. Mireya, que ya tenía dos años y tres meses, estaba emocionada de tener compañía y correteaba por la sala con una energía contagiosa.
En la espaciosa sala de estar, los adultos se acomodaron en sofás y sillones, mientras los niños se acoplaban alrededor de una alfombra llena de juguetes. Bloques de colores, coches de juguete y animales de peluche se esparcían por el suelo.
—Mieya, tú audame aquí —dijo Théo, sosteniendo un bloque amarillo y mirando a Mireya con seriedad infantil.
—Sí, Théo, nemos aquí —respondió Mireya, señalando un espacio en la torre de bloques que estaban construyendo.
Los adultos observaban con sonrisas de ternura. Los niños, aunque pequeños, tenían su propio mundo de juegos y conversaciones. Con palabras a medio pronunciar y gestos amplios, se comunicaban perfectamente.
—Mieya, mi bloe ido —dijo Théo, haciendo una mueca de preocupación al ver un bloque rodar lejos.
—Yo aggaro —contestó Mireya, levantándose torpemente para recuperar el bloque perdido.
Mientras tanto, Antoine no podía dejar de admirar a Quetzalli. Ella llevaba un vestido negro sencillo pero muy sexy, que se ajustaba a su cuerpo con elegancia. El vestido tenía un escote discreto y caía suavemente hasta sus rodillas, acentuando sus curvas naturales.
Aprovechando un momento en que Quetzalli estaba cerca, Antoine se inclinó hacia ella y le susurró al oído:
—Te ves hermosa en ese vestido.
Quetzalli sonrió, sintiendo el calor de sus palabras y la ternura en su voz. La reunión había sido preparada por Antoine con la ayuda de su restaurante. Los alimentos estaban dispuestos en una mesa larga, decorada con velas y flores frescas.
—Queridos amigos y familia —dijo Antoine, levantándose—, la cena está servida. Por favor, acompáñennos a la mesa.
La mesa estaba llena de platos exquisitos: ensaladas frescas, carnes asadas, guarniciones variadas y un pastel delicioso para el postre. El aroma de la comida llenaba la casa, creando una atmósfera acogedora y festiva.
—Mamá, másss ugo —dijo Mireya, levantando su vaso con ambas manos.
—Claro, mi amor —respondió Quetzalli, sirviéndole más jugo y acariciando su cabello suavemente.
Mientras cenaban, los adultos conversaban animadamente, pero de vez en cuando sus miradas se dirigían a los niños, que seguían jugando y hablando con su propia lógica infantil.
—Théo, mia mi ossho —dijo Mireya, sosteniendo un oso de peluche frente a su nuevo amigo.
—Ossgho monito, Mieya —contestó Théo, abrazando su propio juguete.
La noche transcurrió entre risas y charlas. Antoine aprovechaba cada momento para estar cerca de Quetzalli, deslizando su mano sobre la suya o besándole suavemente el lóbulo de la oreja cuando nadie miraba.
—Me encantaría quitarte ese vestido ahora mismo —le murmuró en un momento, provocando que Quetzalli se ruborizara y sonriera nerviosa.
Finalmente, después de una cena deliciosa y momentos de juego inolvidables, Antoine pidió a todos que se dirigieran a la mesa principal para el postre. La reunión continuó con alegría, mostrando la belleza de la vida en familia y el amor que compartían todos juntos.
Cuando y’ estaban todos sentados en la mesa principal del jardín, especialmente preparada por Antoine, su padre, Jan Luca, levantó una copa y preguntó con curiosidad:
—Antoine, ¿a qué se debe esta maravillosa reunión?
Antoine, que lucía un traje negro hecho a medida que destacaba su cuerpo musculoso, se levantó. El traje, perfectamente ajustado, tenía un toque elegante y moderno, con una camisa blanca y una corbata delgada que acentuaban su atractivo natural. Sus zapatos negros de charol brillaban bajo las luces del jardín.
—Esta reunión es una sorpresa para la mujer que amo —dijo Antoine, volteando para mirar a Quetzalli, quien estaba visiblemente sorprendida.
Los ojos de todos se volvieron hacia Quetzalli, que lucía maravillosa en su vestido negro, y luego de regreso a Antoine, quien sonrió con ternura y confianza. De repente, las luces del jardín se atenuaron y una suave música francesa comenzó a sonar. Antoine tomó la mano de Quetzalli y la guio hasta un rincón del jardín, donde una cortina de luces ocultaba algo especial.
—Quetzalli, desde el momento en que te conocí, supe que eras especial. Cada día a tu lado ha sido una bendición. No sé si el destino, dios o hasta Elise te envío, pero tu amor, tu paciencia, y la manera en que cuidas de Mireya han llenado mi vida de una felicidad que nunca imaginé posible.
Antoine hizo una señal y las luces se encendieron, revelando un hermoso arco decorado con flores blancas y lilas, y una fuente que lanzaba chorros de agua iluminados por luces de colores.
—Quetzalli, quiero pasar el resto de mi vida contigo. Quiero que seamos una familia, no solo de corazón, sino también en nombre.
Antoine se arrodilló, sacando una pequeña caja de terciopelo negro de su bolsillo. Al abrirla, un anillo de diamantes brilló bajo las luces del jardín.
Editado: 16.02.2025