El Llanto Que Nos Une

Capitulo 31 Un nuevo comienzo y la reconciliación

Tan pronto la jueza los declaró marido y mujer, Antoine y Quetzalli salieron del juzgado con todo resuelto. Se abrazaron con fuerza, y Quetzalli no pudo evitar llorar mientras Antoine la sostenía entre sus brazos.

—Ya, mi amor, por fin se pudo solucionar todo de la manera legal. Calma, vamos por Mireya, ¿sí? —le susurró Antoine.

Quetzalli se separó un poco, con una gran sonrisa en su rostro, y respondió:

—Sí, vamos por nuestra pequeña.

Antes de irse, se despidieron de Paul y Entienne, agradeciéndoles por todo su apoyo y esfuerzo. Los honorarios de los abogados fueron entregados a tiempo, asegurando que el trabajo legal se llevara a cabo sin problemas.

—Gracias por todo, Paul, Entienne. No podríamos haberlo hecho sin ustedes —dijo Antoine, estrechando sus manos.

—Ha sido un placer ayudarles. Les deseo lo mejor a los tres —respondió Paul con una sonrisa.

—Cuiden mucho de Mireya. Todo va a estar bien ahora —añadió Entienne, dándoles una palmada en la espalda.

Con un último saludo, cada uno tomó su rumbo. Quetzalli y Antoine se dirigieron rápidamente hacia la casa de los abuelos para reunirse con Mireya.

En el auto, Quetzalli y Antoine no podían contener su emoción. Antoine conducía con una sonrisa radiante, mientras Quetzalli miraba por la ventana, pensando en su pequeña.

El trayecto en el auto se sintió casi irreal. Los árboles pasaban rápidamente por las ventanillas, y el sol comenzaba a descender en el horizonte, llenando el cielo de tonos cálidos de naranja y rosa. Era como si el mundo entero compartiera su felicidad, celebrando su triunfo y su amor.

—No puedo esperar a ver su carita cuando nos vea llegar. Va a ser un momento inolvidable —dijo Quetzalli, con los ojos brillantes de anticipación.

—Sí, va a ser hermoso. Mireya ha demostrado ser una niña fuerte, y sé que está esperando este momento tanto como nosotros —añadió Antoine, con una nota de ternura en su voz.

El camino a casa fue tranquilo y lleno de esperanza. Cada kilómetro los acercaba más a la reunión con su hija, y la emoción en el aire era palpable. Sabían que, después de todo lo que habían pasado, estaban a punto de comenzar una nueva vida juntos, como una familia completa y unida.

Por fin llegaron a la casa de los abuelos. Antoine aparcó el auto y ambos se apresuraron a bajar, sintiendo la emoción burbujeante en sus corazones. Caminando de la mano hacia la puerta, Quetzalli y Antoine intercambiaron una mirada llena de complicidad y esperanza.

Tocaron la puerta, y en pocos segundos, los abuelos abrieron con una sonrisa cálida en sus rostros. Quetzalli saludó amablemente:

—¡Hola! ¿Cómo están?

Mireya, que estaba jugando en la sala, levantó la vista y, al ver a su mamá, corrió tan rápido como pudo, gritando eufórica:

—¡Mamá, mamá, etás aquí!

Quetzalli no se quedó atrás. Se colocó en cuclillas y extendió los brazos para recibir a su pequeña. Cuando Mireya llegó a ella, la levantó en el aire, haciéndola volar por los aires. Ambas reían felices mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—¡Mireya, mi amor! ¡Te he extrañado tanto! —dijo Quetzalli entre risas y besos.

Los demás miraban la escena maravillados. Antoine no quiso quedarse fuera de esa euforia de felicidad. Se acercó a Quetzalli y Mireya, y la pequeña extendió una manita para abrazarlo también, mientras con la otra abrazaba a Quetzalli alrededor del cuello.

—Amo a los dos mucho —dijo Mireya, dando besitos a ambos.

Entonces, con una sonrisa pícara y llena de inocencia, Mireya añadió:

—¡Mami, papi, poemos tenel heado de desayuno todos los días!

Todos estallaron en risas ante la ocurrencia de Mireya. La abuela no pudo evitar añadir con una sonrisa:

—Solo una vez, mi amor. El helado es mejor como postre.

La pequeña Mireya, divertida por la respuesta, respondió:

—¡ero el heado es la ejor manela de empezal el día!

La risa continuó, llenando la casa con una alegría que no se había sentido en mucho tiempo. Antoine y Quetzalli, con Mireya en medio de ellos, se dieron cuenta de que, finalmente, estaban juntos y nada podría separarlos.

Después de los abrazos de bienvenida, los abuelos, a modo de tregua y buscando una manera de pedirles perdón, invitaron a todos a cenar. Antoine y Quetzalli aceptaron con una sonrisa, agradecidos por el gesto.

La mesa estaba preparada con esmero. Una comida casera, con platos tradicionales franceses, llenaba la estancia con su aroma. Todos se sentaron alrededor de la mesa, y pronto la conversación fluyó de manera natural.

Mireya, con su habitual energía, hacía reír a todos con sus ocurrencias propias de una niña de casi tres años. Jugaba con su comida, haciendo figuras con los purés y los trozos de pan, y de vez en cuando soltaba frases graciosas, como “el puré es una montaña y mi tenedor es el dragón”, lo que provocaba risas entre los adultos.

Harry y Margot observaban a Quetzalli con nuevos ojos. Durante la cena, notaron cómo ella prestaba atención a cada detalle, asegurándose de que Mireya comiera bien y que Antoine estuviera cómodo. Su amabilidad y dedicación no pasaron desapercibidas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.