El Llanto Que Nos Une

Capitulo 33 De perdidas y pequeños milagros

La fiesta del tercer cumpleaños de Mireya fue un evento rebosante de alegría y amor, un día especial en el que la pequeña estuvo rodeada de las personas que más la querían. Solo asistieron familiares y amigos cercanos, lo que hizo que el ambiente se sintiera cálido y acogedor. Jean Luca y Camille llegaron temprano, trayendo un hermoso regalo envuelto en papel color pastel. Diego asistió con su novia y su pequeño hijo, quien no tardó en unirse a Mireya en sus juegos en el jardín. Mientras tanto, Harry y Margot compartían sonrisas y conversaciones animadas con los demás invitados, disfrutando de la felicidad del momento.

El jardín estaba decorado con guirnaldas de colores, globos y una mesa adornada con dulces y un pastel de varios pisos cubierto de crema rosada. Mireya, vestida con un lindo vestido blanco con lazos celestes, reía con inocencia mientras abría sus regalos, admirando cada detalle con la fascinación propia de su edad. Antoine y Quetzalli no podían estar más felices al ver a su hija disfrutando de su día especial, rodeada de amor y felicidad.

Después de la fiesta, Quetzalli y Antoine tomaron una decisión importante: se irían de vacaciones. Querían dejar atrás los momentos difíciles que habían enfrentado recientemente y empezar de nuevo, creando recuerdos llenos de alegría. Eligieron como destino una playa tranquila y hermosa, un lugar donde el mar cristalino se extendía hasta el horizonte y la brisa salada refrescaba el ambiente. Antoine alquiló una acogedora cabaña cerca del mar, con grandes ventanales que permitían ver las olas romper suavemente contra la arena dorada.

La primera mañana en la playa amaneció radiante. El sol brillaba con intensidad, reflejándose en la superficie del agua, y el sonido de las olas componía una melodía serena que llenaba el ambiente de paz. Mientras caminaban por la orilla, sintiendo la arena tibia bajo sus pies descalzos, Antoine miró a su hija con una sonrisa cómplice y propuso una idea que llenó de emoción a la pequeña.

—¿Listos para construir el castillo de arena más grande de todos? —preguntó Antoine, sosteniendo una pala y un balde.

—¡Sí! —gritó Mireya, saltando de emoción, con sus rizos oscilando con el viento.

—Vamos a hacerlo juntos, mi amor —dijo Quetzalli, arrodillándose en la arena junto a su hija.

Con entusiasmo, los tres comenzaron a moldear la arena húmeda, formando torres y fosos con paciencia y dedicación. Mireya corría de un lado a otro, recogiendo conchas y piedras para decorar su castillo, mientras Antoine se encargaba de darle firmeza a las estructuras y Quetzalli alisaba los detalles con delicadeza. El sonido de sus risas se mezclaba con el rugir del mar, convirtiendo aquel instante en un recuerdo inolvidable.

Cuando el sol alcanzó su punto más alto, el calor comenzó a intensificarse, por lo que decidieron darse un refrescante chapuzón en el agua. Antoine cargó a Mireya en sus brazos y se adentró con ella en las olas, asegurándose de que se sintiera segura. Quetzalli, por su parte, disfrutaba nadando un poco más lejos, dejando que la corriente la meciera con suavidad.

—¡Mamá, papá, milen lo que pueyo hacel! —gritó Mireya, intentando flotar sobre una pequeña tabla de surf que habían llevado a la playa.

—¡Muy bien, mi amor! —exclamó Quetzalli, aplaudiendo con orgullo.

Mireya sonrió ampliamente y siguió jugando en el agua, salpicando a sus padres con sus manitas y riendo sin parar. Antoine y Quetzalli intercambiaron una mirada cómplice, disfrutando de la pureza de aquel momento, sintiendo cómo el amor por su hija y el uno por el otro crecía con cada instante compartido.

Cuando el sol comenzó a descender en el horizonte, el cielo se tiñó de tonos anaranjados y rosados, creando un espectáculo de colores que los dejó maravillados. Se sentaron juntos en la arena, disfrutando del sonido de las olas y de la suave brisa marina. Antoine rodeó con su brazo los hombros de Quetzalli, acercándola a él, mientras Mireya se acurrucaba en el regazo de su madre, ya cansada después de un día lleno de aventuras.

—Gracias por este día maravilloso —susurró Quetzalli, apoyando su cabeza en el hombro de Antoine y mirándolo con amor.

Antoine besó su frente con ternura y luego miró a su pequeña, que bostezaba suavemente entre los brazos de su madre. Con una sonrisa, respondió con voz llena de sinceridad y gratitud:

—Gracias a ustedes, por ser mi familia.

Después de contemplar por un rato la playa y dejarse envolver por el sonido rítmico de las olas, decidió regresar a la cabaña que Antoine había alquilado. Era una construcción acogedora de madera, con grandes ventanales que dejaban entrar la brisa marina y permitían ver el océano incluso desde el interior. Tenía todo lo necesario para una estancia cómoda: muebles rústicos pero elegantes, una cocina bien equipada y una terraza con vista al mar.

Apenas entraron, los tres se dirigieron al baño para quitarse la sal y la arena acumuladas en la piel tras un día entero bajo el sol. La ducha se convirtió en un momento de alegría y complicidad familiar. Mientras el agua tibia corría por sus cuerpos, Antoine y Quetzalli se dedicaban tiernas miradas y besos amorosos, disfrutando de pequeños instantes de intimidad que fortalecían aún más su relación. Mireya, que observaba todo con su inocente alegría, aplaudía con entusiasmo y, en un gesto enternecedor, les daba besos a sus padres, imitando su amor.

Después de secarse y ponerse ropa cómoda, comenzó a vestir a Mireya. Quetzalli, con su dulce voz, le cantaba una canción de cuna mientras le ponía su pijama. La niña, acurrucada entre sus brazos, poco a poco cerró los ojos, sucumbiendo al cansancio de un día lleno de juegos y risas. Cuando notaron que ya estaba profundamente dormida, la acostaron con cuidado en la cama. Quetzalli la cubrió con una manta ligera y le dio un suave beso en el frente antes de susurrarle con ternura:

—Buenas noches, mi amor.




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