Tal y como siempre sucede en esta época del año, las calles de Buenos Aires eran un hervidero de gente enloquecida yendo de un lado a otro en búsqueda de los últimos regalos para poner en el arbolito. ¡Malditos holgazanes! ¿Qué les costaba comprarlos antes? Por mi parte, yo siempre había sido organizada. Ya a principios de mes, tenía elegidos mis obsequios con precisión y me encargaba de tenerlos listos lo antes posible. Jamás caería en la trampa de los avivados de siempre que suben los precios a último momento.
Sin embargo, allí estaba yo corriendo, como posesa, entre los pasillos del centro comercial entrando y saliendo de los negocios con la esperanza de conseguir un vestido para la cena de mañana. Horas atrás, mi madre me había llamado al trabajo para decirme que pasaríamos el veinticuatro a la noche en casa de mi tía Marta, y a mí se me vino el mundo abajo. No hay persona más estirada que ella y, por supuesto, todos debíamos ir de gala para una simple cena de Nochebuena.
Este año pensaba que me había librado de toda la parafernalia. Mamá me había prometido que no teníamos que ir a ningún lado y yo, pobre ilusa, le había creído. Sin embargo, como tendría que haberme imaginado, mi tía la convenció para que fuésemos a cenar a su casa todos juntos en familia. En realidad, no me molesta ver a mi tío y a mis primos. Son muy divertidos y me llevo bien con todos. Pero con Marta la cosa cambia.
Nunca conocí mujer más pedante y, como si eso no fuese suficiente, es una completa metiche. Siempre se mete en la vida de todos dando su opinión como si a alguien le importara. Bueno, a sus hijos seguro que sí, ya que siempre se encargan de complacerla. Pero yo no y eso siempre la saca de quicio. Por otro lado, nunca fui una chica delgada, tampoco gorda para el caso, pero no suelo contenerme a la hora de comer lo que me gusta y eso es algo que no soporta.
No obstante, eso no era lo peor. Mi novio, ese que me juraba amor eterno y me hacía sentir la mujer más hermosa del planeta, acababa de dejarme. Toda mi familia sabía de su existencia, aunque ninguno había llegado a conocerlo, ni siquiera mis padres, y esa noche iba a ser la presentación formal en la familia. ¿Qué iba a hacer ahora? Un lastimoso gemido salió de mis labios al comprender que nada de eso importaba realmente. Ni un lindo vestido, ni un atractivo hombre a mi lado, impedirían que mi tía me criticase. Tiene una gran habilidad para encontrarme siempre algún defecto.
Tendría que haberme negado. Inventado alguna excusa y quedado sola viendo la nueva temporada de “You” en Netflix llorando sobre un pote de helado. No obstante, sabía que para mi mamá era importante que yo estuviese y no iba a defraudarla, no a ella. Si tan solo Julián hubiese esperado una semana más para cortarme... Pero no, tenía que ser dos días antes de Nochebuena. Por consiguiente, aquí estaba andando como una loca con bolsas en las manos llenas de regalos que costaron el doble de su valor y probándome más ropa que en todo el maldito año. “¡Putas fiestas!”, pensé, a punto de rendirme.
Pero entonces lo vi. Era hermoso. En color crudo, con finos tirantes en los hombros, elegante y sencillo a la vez, acaparó por completo mi atención. Por supuesto que era consciente de que el que quedase divino en el maniquí, no era garantía de que lo hiciera en mi cuerpo. No obstante, debía intentarlo. El calor comenzaba a agobiarme y el mal humor crecía en mi interior a pasos agigantados. Con una nueva determinación, atravesé la puerta, dispuesta a probarme el decimocuarto vestido de la tarde.
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De pie, frente al espejo, contemplé mi reflejo por última vez antes de salir. Estaba sola porque mis padres se habían ido más temprano para ayudar a mi tía con la comida. A diferencia del delicioso asado que mi padre habría hecho si nos hubiésemos quedado en casa, mi mamá se había deslomado durante todo el día para preparar la típica comida del veinticuatro a la noche. No es que me esté quejando ni nada, su vitel toné y su ensalada rusa son para chuparse los dedos, pero nada compite con una parrillada, seamos honestos.
Una sonrisa se formó en mi rostro al imaginar la cara de espanto que pondría Marta si me viese literalmente chupándome los dedos. Supongo que luego, se pasaría el resto de la velada hablando de la importancia de tener buenos modales, y mi mamá se sentiría de lo más incómoda con la situación. Cerré los ojos y exhalé de golpe. “Al mal paso darle prisa”, me dije a mí misma antes de recoger la minúscula cartera que había tenido que comprar junto con el vestido y apresurarme hacia la puerta.
El viaje en taxi, desde Almagro hasta Belgrano, no fue tan largo como me hubiese gustado. ¿Dónde estaba ahora toda esa gente que el día anterior colmaba las calles? Atiborrándose con comida, seguramente. Sabía que no debía pensar así, pero no podía evitarlo. Las fiestas me sacan de mi eje. Me parecen reuniones forzadas en las que, al menos en mi caso, tengo que compartir con familiares que veo una o dos veces al año, con suerte.
—Llegamos, señorita —me dijo el chofer, con compasión.
Era evidente que mi martirio estaba estampado en mi cara. Le pagué más de lo que decía el reloj y, tras rechazar el vuelto, le deseé una feliz Navidad y me bajé del auto.
Cada vez más nerviosa, me dirigí a la entrada del lujoso edificio. Mis tíos siempre tuvieron dinero y, por supuesto, nunca dejan que nadie lo olvide. Mis padres, en cambio, son personas sencillas que, si bien no les sobra, se encargaron de cubrir todas mis necesidades hasta que terminé mis estudios. Gracias a ellos, hoy trabajo de lo que amo y, en breve, voy a mudarme sola, lo cual, con treinta años, es una necesidad más que un deseo.