El Melódico

Capítulo 9. Invitado.

Un escalofrío pesado recorrió la espalda de Devin, las yemas de sus dedos perdieron calor y su voz fue solo un sonsonete nervioso. ¿Él acababa de hacer eso? Imposible, él no era un monstruo.

Se miró las manos, temblaban. Miró su pecho, la onda verde se había disipado, lo suficiente como para no encontrar ni rastro. Dio dos toquecitos a sus pectorales, no hubo respuesta. Su cuerpo fue perdiendo el calor, su piel color y quiso encogerse en sí mismo para hacerse un ovillo igual que había hecho cuando estuvo a punto de perder un año en el instituto.

Su padre le había gritado en inglés y en italiano, mientras su madre se había sostenido la cabeza en las sienes, intentando comprender cómo su hijo estaba cerca de perder el año escolar.

En su defensa: ¡no era su culpa!

Quería decir, todos tenían talentos, ¿verdad? El suyo sin duda alguna no era el estudio. Los números en las matemáticas se movían en las hojas y se ponían borrosos; las letras en literatura eran demasiado sosas y en historia, ¿de qué le servía entender tantos asuntos del pasado?

Todo cuánto él quería era hacer deporte. Sudar, correr, saltar, brinca. Su cuerpo estuvo lleno de energía durante toda su vida. Era su anhelo participar en las olimpiadas de jabalina, pero su brazo no era tan fuerte, aun así, encontró el polo volador y un lugar donde aprenderlo.

Se enamoró del deporte y de la magnifica sensación de tensión que quedaba en los músculos de todo su cuerpo luego de ejercitarse. Era como bailar, de verdad, se sentía vivo.

Su madre estaba bien con eso, pero su padre…

Decía firmemente que eso nunca le daría de comer, que jamás sería feliz siendo solo un bailarín de circo y, como si fuese poco, no creía que fuese a llegar a mucho con ello. Su padre oraba todos los días para que él asistiera a la universidad, pero sería muy cruel hacer que invirtiese los ahorros de toda la vida en una carrera que él posiblemente ni ejercería.

Devin hubiese querido ser tan listo como su hermano mayor o tener la claridad de su hermana menor, quien juraba desde pequeña iba a convertirse en doctora y salvaría vidas.

Tal vez, él había nacido para ser el simplón de la familia. Aun así, a pesar de las quejas de su padre y la resignación de su madre, ellos jamás lo abandonaron. Se marcharon, sí, pero siempre estaban al pendiente y odiaba profundamente abusar de su buena fe cuando le enviaban dinero.

Él era un adulto y debía de poder responder por sí mismo. No obstante, en lo profundo de su alma, deseó ser un niño pequeño y correr a buscar a su mamá para que lo abrazara y palmearla espalda.

—¿Qué me han hecho? —preguntó, su entrecejo tenso y sus labios resecos, próximos a cuartearse.

—¿Nosotros? —Marcel palmeó sus hombros, limpiando las pequeñas esquirlas de vidrio—. ¡Eres quien se cargó una celda de seguridad intermedia!

—¡Ustedes, psicópatas secuestradores! —escupió, avanzó seguro de que si no salía de allí acabaría tendido encima de una mesa amarrado de manos y piernas.

Y no, no sería la fantasía de alguna mujercita hormonal después de leer ese libro de las sombras tan popular.

—¡Devuélveme mi perro!

Devin no esquivó los vidrios. La adrenalina le corrió el torrente sanguíneo, su corazón palpitaba fuerte, y su miedo le impulsó. Quién no había tenido miedo en su vida, no sabía que también podía ser una fuerza motora y la emoción más voluble para activar cualquier tipo de magia.

—¡Oye, oye! —Marcel mostró sus palmas expuestas—. Yo no he venido a luchar, te traje comida.

Devin mostraba los puños cerrados y su forma de mirar daba miedo.

—¡Ustedes me tienen aquí en contra de mi voluntad! —aseveró y se señaló con su dedo pulgar—. Y me han convertido en algo que no sé si quiero ponerle nombre.

La sola idea de aceptar que había hablado con un monstruo y rompió un cristal grueso le provocaba nauseas. No quería cambiar, no al menos de esa forma. Su vida ya era lo suficientemente complicada: sin pareja, sin dinero, con una sola amiga y sin estudios. Sí, su vida podía ser mucho más complicada si se convertía en un monstruo que no podría vivir en el mundo humano.

Se negaba a aceptarlo, no podía.

No lo haría.

El aura verde jade empezó a manifestarse, lenta y concisa. Las luces parpadearon de nuevo, mientras un golpecito leve avanzaba por el pasillo.

—Déjame salir de aquí o…

¿Qué iba a hacer? ¿Patearlo? ¿Gritarlo? ¿Darle un puñetazo? En su vida no se había metido en ninguna pelea, ni siquiera con sus hermanos. No estaba seguro de cómo o dónde se daba el primer golpe, pero… no podía dejar que las cosas se quedaran como estaban.

—No puedes irte, ¿qué pasará si haces esto en la calle? —preguntó Marcel, retrocediendo lento.

No quería sacar su arma y neutralizarlo, solo porque Lucien se enojaría con él si lo hacía, además, se sentía injusto hacerlo. Su prisionero no prisionero era inocente, en teoría, el culpable era… eran ellos.

—¡No lo haré! —Una onda nueva emergió de su cuerpo, mientras sus pies pisaban los vidrios.

—Créeme, lo harás y no será lindo —le advirtió, ladeando la cara—. Será peor si luego te arrepientes de lo que has hecho, créeme, sé de lo que hablo.



#25 en Fantasía
#154 en Novela romántica

En el texto hay: romance, aventura, magia

Editado: 24.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.