William se sentó en la cama dándole la espalda a Chiara, pero era capaz de sentir absolutamente todos sus movimientos. Casi podía escuchar los latidos de su agitado corazón, que bombeaba tal vez asustado de él.
Se mesó el cabello con ambas manos sintiéndose ya adolorido, luchando contra todos sus instintos para quedarse allí lo más quieto posible para no asustarla. Ella estaba asustada de él y eso nunca le había pasado, y no tenía intención de darle más motivos.
Justo la noche que estaba claudicando en echar una cana al aire, pensó con una sonrisa un tanto amarga; justo cuando quiso divertirse y olvidarse de todo.
Con movimientos lentos, buscó su teléfono para avisarle a Frank dónde estaría, pero se dio cuenta de que no tenía el aparato consigo. Lo había dejado sobre la mesa allá en el bar.
Frank notaría su ausencia y empezaría a buscarlo, se tranquilizó. Pero si Flavio estaba empeñado, lo entretendría, o le pondría un somnífero para que lo dejara en paz el resto de la noche.
—Mataré a Flavio —murmuró.
Chiara hizo un ruido desde donde estaba y se giró para mirarla. Seguía acurrucada en el suelo, abrazando sus rodillas con fuerza, como si estuviera sufriendo mucho.
¿De verdad le habían dado un estimulante a esa chica? ¿Sólo para que cumpliera?
Pero ella tenía una voluntad de hierro. No se dejaba guiar por su instinto, ni su necesidad.
¿Iban a pasar toda la noche así? Iba a ser una tortura, pensó con cansancio.
—Toma —dijo acercándose a ella con una manta—. Abrígate un poco.
—No me toques.
—No te tocaré… sólo… tápate un poco—. Chiara elevó la mirada a él y notó que él tenía la cabeza girada para no mirarla. Por curiosidad, bajó la vista a su pantalón y vio allí un bulto muy evidente. Él también estaba sufriendo lo suyo.
Descalza, pues se había quitado los enormes tacones de cristal, se puso en pie, tomó la manta y con movimientos rápidos se puso en pie para atrincherarse tras la puerta del baño; al menos desde allí no podría verlo. Miró hacia la ducha y abrió la llave del agua fría dispuesta a meterse bajo ella. Se recogió el largo cabello rosado en la coronilla, se quitó al fin el antifaz, y empezó a desnudarse.
Mala idea, pues cada roce de su propia piel era un pinchazo de dolor. No pudo evitar que varios quejidos se salieran de sus labios.
—¿Estás bien? —preguntó el hombre al otro lado, y su voz le hizo rechinar los dientes. De verdad, parecía una perra en celo, que hasta la voz de un macho la electrizaba.
—¡Cállate! —exclamó—. No quiero oír tu voz.
—Está bien —dijo él en tono alicaído, y por alguna razón su corazón dolió.
—Lo siento —susurró en tono lastimero—. No quiero ser grosera, es que… duele.
—Métete a la ducha… Eso tal vez… te ayude.
—Sí —dijo ella llena de esperanza, y sin pensarlo dos veces se metió bajo el agua fría. Pero no lo estaba tanto, y no fue suficiente. Metió la cara sin importarle si su cabello se mojaba un poco, y usó el jabón disponible. Pero pasarse las manos por la piel sensible era más dolor, y cuando tropezó con aquella zona no pudo evitar dejar salir un sollozo.
—¿Estás bien? —volvió a preguntar él.
Chiara estaba de rodillas en la ducha, con el agua corriendo por su cuerpo, apoyando una mano en la pared y sufriendo pequeñas convulsiones, ya no sabía si de dolor o de placer. Tal vez era un poco de ambos, y sintió vergüenza.
No, no. No podía caer tan bajo, no podía dejarse llevar por esto, tenía, de alguna manera, que vencer en esta situación.
Pero estaba temblando, con las piernas muy apretadas, y sintiendo cómo su cuerpo pedía satisfacción de la manera que fuera posible. Tan horrible era, que cualquier objeto dentro de ese baño estaba convirtiéndose en un potencial consolador.
Maldita sea. No.
Afuera había alguien que con gusto la consolaría.
No, no. No lo conocía de nada. Podía ser un asqueroso, del tipo de hombre que más odiaba. De ninguna manera entregaría su cuerpo por una razón así.
Pero si llevaba el antifaz, él nunca sabría quién era ella, pensó con esperanza. Y aunque luego preguntara, todos le darían el nombre que se había inventado para entrar aquí, Chiara.
Cerró sus ojos y tensó de nuevo su cuerpo al sentir una nueva oleada de dolor recorrerla desde los pies hasta la piel del rostro. El agua templada no hacía nada para calmarla.
Tenía reglas en lo que al sexo concernía, y eran: nunca con un desconocido, nunca ebria, a menos que fuera su prometido o esposo, y siempre por amor. Hablando con la verdad, algunas de esas reglas las había roto en varias ocasiones, pero nunca la primera. Hasta ahora, nunca se había metido a una cama con alguien a quien no conociera, o que sólo hubiese visto una vez.
¿Tan malo sería?, pensó desesperada. Necesitaba ayuda, y él estaba igual o peor. ¿Qué tan malo podría ser?
Lágrimas rodaron por sus mejillas, mezclándose con el agua que seguía corriendo, pero no estaba segura si eran lágrimas de dolor o desesperación. Se había prometido no volver a llorar por otro, pero es que ahora tenía muchas ganas de llorar por sí misma. Había caído en una miserable y estúpida trampa, y aquí estaba, a punto de entregar su dignidad para pasar del dolor.