El Mundo En Tus Besos

3

William abrió los ojos sintiéndose hambriento, muy, muy hambriento, y también tenía sed.

Se movió en la cama y frunció el ceño al notar el espacio vacío a su lado. Chiara se había ido.

Se sentó respirando profundo y mesándose el cabello. Estaba cansado, y según el reloj, sólo había dormido dos horas.

Salió de la cama y, con el movimiento, algo cayó al suelo. Era el antifaz de satén azul y pequeñas piedras incrustadas de Chiara. Sonrió y lo tomó. Ah, ella había huido sin él, como cenicienta después del baile, y por estar dormido se había perdido la oportunidad de verle el rostro por fin.

No importaba, le pediría a Flavio sus datos, y volvería a verla.

Buscó su pantalón y volvió a vestirse. Era increíble comprobar los estragos en su cuerpo a causa de la noche vivida. Estaba totalmente agotado, con las piernas un poco temblorosas… todo el ejercicio que practicaba junto a Frank parecía poco frente a esto.

 

Sonrió mirándose al espejo. Había un brillo en sus ojos que por mucho tiempo no apareció. Tal vez se debía sólo al buen sexo… al divino sexo.

Se pasó los dedos por los cabellos peinándolos hacia atrás, y a su mente llegaron imágenes una tras otra. A pesar del agotamiento, sus recuerdos volvieron a excitarlo. Pero se dio cuenta de que esta vez no sólo le apetecía sexo, sino… reír, conversar, mimar a esa persona que lo había dejado así.

Caminó como zombi fuera de la habitación luciendo la camisa manchada de whiskey, y en el salón del bar encontró sólo personal de aseo y otros empleados.

—¿Dónde está Flavio? —preguntó. 

—En su casa —contestó uno de los empleados—. Vendrá después de mediodía, como siempre—. William meneó la cabeza con su ceño fruncido. Lo mataría, lo mataría y luego le daría las gracias.

—¿Saben dónde está Frank? El hombre que vino conmigo—. El joven estiró su brazo señalando hacia unos muebles, y allí encontró al padre de su mejor amigo durmiendo. Se le acercó y lo despertó. Tenían mucho que hacer.

—¿Dónde estabas? —preguntó Frank bostezando. William no contestó, era evidente que al hombre lo habían puesto a dormir.

Caminó hasta su auto, un Corvette blanco, y condujo hasta su casa.

Allí encontró que su abuelo lo estaba buscando hasta debajo de las piedras, y ya estaba castigando a los empleados por haberlo perdido de vista. Cuando lo vio, el alivio fue evidente en su rostro.

—Si hubieses tardado un poco más —le dijo uno de los guardaespaldas—, habría iniciado una guerra—. William no pudo sino sonreír, y luego de aclararle que había pasado la noche con Flavio, su abuelo volvió a tranquilizarse, no sin antes regañarlo por haberse ausentado tanto tiempo sin avisar.

Tan pronto como entró a su habitación, se acostó a dormir. Tenía cosas que hacer, como darle un merecido castigo a Flavio y la tal Gianna, y buscar a Chiara para al fin verle la cara, pero por ahora, necesitaba reponer sus horas de sueño, porque…

Santa ninfa del pozo de los deseos… qué noche acababa de vivir.

Aunque el sueño lo vencía, a su mente volvieron las imágenes de lo vivido con Chiara. Todas las malditas poses del Kama Sutra en una noche, sin pausa y sin tregua. Era una pena que recordara muy bien cómo lucía la parte más íntima de esta mujer, pero en cambio, no supiera nada de su cara, excepto que tenía unos labios totalmente besables… que no le dejó besar ni una sola vez.

Tenía eso pendiente. Tenían esa deuda.

Pero ¿para qué quería volver a verla?

Para volver a tener sexo.

Ella no había querido esto, no había sido por su propia voluntad… lo hizo porque no tuvo más opción que ceder.

Pero quería verla.

Si era una mujer de la noche, no podría tener nada serio con ella, nunca. Pero quería verla.

Acostado casi de cualquier manera en su cama, con el antifaz azul en el bolsillo de su pantalón, se quedó dormido. No había venido a Italia para conseguir una mujer, esto no estaba en sus planes… pero el deseo estaba allí.

 

En la noche, William volvió a salir, esta vez con dos de los guardaespaldas de su abuelo, y volvió al Nostra Notte. Buscó a Flavio en su despacho y lo encontró contando dinero en efectivo.

—Mierda —masculló. 

—Sabes a lo que vengo, ¿verdad?

—No seas muy duro —dijo con media sonrisa. William meneó su cabeza muy serio, y luego miró al guardaespaldas a su lado.

—Trae a la tal Gianna.

—¿Qué pasa con Gianna? —preguntó Flavio, pero William no lo miró siquiera.

Poco después entró una mujer de algunos cuarenta años, vestida muy provocativa y sonriente. Era bastante guapa, pero con una mirada dura y desafiante. Miraba a Flavio como si fuese un niño insurrecto del prescolar.

Al ver a William borró de inmediato su sonrisa. 

—¿Qué… está pasando?

—¿Quién es esta mujer para ti, Flavio? 




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