Antonella la abrazó y lloró. Su pequeña estaba de vuelta, tan delgada, con ojeras, y esa expresión de cansancio y derrota que se había vuelto tan común en los últimos años. Iris la abrazó y recibió sus besos y preguntas de preocupación con una sonrisa, y le contestaba tratando al máximo de tranquilizarla.
Hans llevó sus maletas a su antigua habitación, e Iris miró la sala de su casa con su pecho lleno de mil emociones. Volver a casa después de no haber tenido una durante años era simplemente milagroso. Se sentó en el sofá sintiéndose terriblemente cansada. Hasta ahora se daba cuenta de que todos sus músculos estaban entumecidos.
Su madre se sentó a su lado y le tomó una mano entre las suyas mirándola con mil emociones en sus ojos, pero fuertemente contenidos. También ella había envejecido.
Sus padres no eran ricos, no como esos ricos que ella había conocido en Nueva York; por ejemplo, como la familia de Charles, que tenían jardinero, chofer, ama de llaves, y acostumbraban a ir de compras a tiendas de diseñador. No, los Fritzcher no llegaban a ese nivel, pero en Kerrville tenían su reputación; eran gente respetable, con una granja que les daba para vivir y ser personas de bien. Su padre trabajaba la tierra y criaba caballos, y en el pueblo siempre habían estado entre las familias más importantes. Eso había cambiado desde la muerte de Marco y su paso por la cárcel, y no sólo por las pérdidas económicas que habían tenido; poco a poco, los Fritzcher habían perdido sus amistades, más preocupados de ser visto con alguien que tenía un familiar en la cárcel que por apoyar a un amigo, y las diferentes asociaciones a las que habían pertenecido les cerraron la entrada por tener una hija asesina, hasta en la iglesia miraban mal a su madre por ella.
Les debía demasiado, pero no sabía ni cómo compensarles.
—Estás delgada —le dijo Antonella apretando su mano—. ¿No comías bien? —su dieta era a base de pizza y sodas, pero no dijo eso.
—Ya engordaré aquí contigo.
—¿Vas a quedarte con nosotros? —preguntó su madre llena de esperanza. Iris tragó saliva.
—No lo sé. ¿Eso… te gustaría? —Antonella dejó salir el aire con una sonrisa triste.
—Puedes quedarte aquí el tiempo que necesites, y lo sabes. Yo preferiría verte volar, que volvieras a ser una persona feliz y exitosa… Pero por ahora, quiero mimarte mucho, y ayudarte a poner un poco de carne sobre esos huesos—. Iris se echó a reír.
—Me quedaré un tiempo —le prometió—. Te prometo que haré que te aburras de mí y tú misma me echarás.
—Estoy ansiosa por verlo —sonrió Antonella. Iris sonrió y se dejó abrazar por su madre. Su pecho seguía siendo el lugar más confortable del mundo, e hizo un gran esfuerzo por no llorar de puro alivio.
Esa noche se acostaron algo tarde, a pesar de que Iris bostezaba. Se rehusaba a meterse en su cama, pues su deseo era pasar más tiempo con sus padres. Ellos le contaban los pormenores del pueblo, uno que otro chisme, y la ponían al día en cuanto a los asuntos de la granja.
Al final, Iris no pudo más con su cuerpo cansado, se despidió de cada uno dándoles un beso y se metió a la cama… Y no salió de allí en los siguientes días.
Antonella le llevaba la comida a la cama, se quedaba un rato con ella mientras la veía comer y le ponía conversación. Hans entraba, la saludaba, le preguntaba cómo estaba, y la dejaba en paz.
Una semana después, fue capaz de salir y echarle un ojo a los caballos, tan hermosos y briosos. Subió a uno que ya estaba domado y dio una vuelta en él por los alrededores. Adoraba esto.
Otra semana pasó, e Iris fue capaz de ir al pueblo junto a su madre de compras. Notaba cómo la miraban, algunos asombrados, otros espantados. Todos sorprendidos de que fuera capaz de mostrar la cara luego de lo que había hecho. Esta gente no entendía que, si un jurado la había absuelto, ellos no eran nadie para condenarla. Y era inocente, por Dios.
—Oh… entonces es verdad que has vuelto —comentó Kimberly al verla, una antigua compañera de estudios, la que se había quedado con su novio de la escuela, el capitán del equipo de fútbol, Shawn.
Kimberly había subido un poco de peso, pero eso tal vez se debía a sus partos, pues vio tras ella a dos niños pequeños, tan rubios y gorditos como ella.
—Hola, Kim… Qué alegría verte—. Y aquello lo dijo sin el menor asomo de sonrisa.
—La vida no te va muy bien, ¿no, Iris? —se burló Kimberly mirándola de arriba abajo. Justo ese día Iris no llevaba sus mejores trapos, sólo unos vaqueros viejos, botas, y una camisa de cuadros perfecta para el trabajo, no para una fiesta, como seguramente esperaba Kim.
Iris se la quedó mirando en silencio con mil respuestas que darle, pero encontrando que ninguna era lo suficiente ponzoñosa. Kimberly debió interpretar su silencio como un triunfo, porque sonrió.
—Tal vez sí debiste quedarte aquí y no aspirar tan alto. ¿Qué pasó con ese abogado rico con el que te ibas a casar? ¿Te dejó cuando supo que eras una asesina? —Otra vez, Iris quiso decir mil cosas, pero esta vez no tuvo tiempo, pues Kimberly se fue tras uno de sus hijos que se estaba alejando demasiado.
Se quedó allí en el andén frente a un pequeño supermercado con las bolsas de compras en sus manos y un poco frustrada. Algo le había pasado a su lengua antes rápida y viperina, pues Kimberly se había quedado con la última palabra.