El mundo no es para los niños

Capítulo 2 Zapato y altruismo

Amaro buscó ropa o zapatos decentes que ponerse. Había pasado tanto tiempo sin lavar ni siquiera limpiar una sola cosa que la casa era un desastre. También pasó tanto tiempo sin mirarse a sí mismo que ya ni recordaba cuál era su forma de vestir. No sabía ni qué estilo de camisa usaba, mucho menos si acostumbraba a usar corbata o sombrero. Al final se decidió por un conjunto descoordinado de camisa azul y pantalón verde. Para los pies, unos zapatos de vestir cafés, con suela y agujetas negras. Al limpiar esos zapatos, llegó a su mente un recuerdo doloroso, de cuando Amaro era tan solo un niño pequeño y aún vivía con su mamá y, como solía hacer cada vez que tenía un pensamiento similar, corrió al baño a enjuagarse la cara con agua fría.

Hace muchos años ya, cuando aún era un niño, en el río que pasaba a un lado de la que fue su casa de la infancia, encontró un zapato de hombre. Casi perfecto, a diferencia de que este zapato estaba empapado y lleno de lodo. Amaro, que hasta el momento no había visto nunca un zapato de ese tipo fantaseó por un largo tiempo en cómo sería la persona que perdió ese zapato. ¿Un hombre? ¿Una mujer? ¿Alto? ¿Bajo? El niño de cinco años se perdió en sus pensamientos mientras sostenía y examinaba el zapato con gran interés, y con muchas preguntas, pero cero respuestas, fue a preguntarle a su mamá. Una señora delgada, de expresión suave, pero con el entrecejo marcado y canas a pesar de que apenas tenía veintiocho años. Tal vez el hecho de vivir en una pequeña casita a medio construir, donde solo era habitable una habitación, en medio de la nada y con apenas dinero, ya le había pasado factura.

—Mamá, ¿cómo crees que sea la persona que perdió este zapato? —preguntó Amaro acercando el zapato a la vista de su mamá.

—Debe ser un hombre elegante —respondió la mamá de Amaro acariciando la frente de su hijo.

—¿Por qué un hombre elegante? —preguntó.

—Porque es un zapato elegante, tiene una forma puntiaguda en la punta, así es como son los zapatos elegantes. —

—Mamá, ¿tú crees que yo un día tenga zapatos así de elegantes? —La madre de Amaro no supo contestarle a su hijo. En el fondo sabía que la respuesta era no y prefirió quedarse callada para no lastimar a su hijo. Amaro por su parte prefirió salir a jugar sin siquiera dar tiempo a su madre a responder. Se obsesionó tanto con ese zapato que comenzó a usarlo durante el día y a dormir con él puesto en las noches. Su madre miraba esto y en silencio se le rompía el corazón por su hijo.

Cinco días después se presentó en la casa Nicanor. Un hombre delgado, elegante, de traje pulcro, zapatos limpios y un marcado gesto severo. Quien fue llevado hasta ahí por un coche negro y ruidoso, el cual había arrancado y se había ido minutos después de que Nicanor bajara. Nicanor era el hermano de la madre de Amaro, y por lo tanto su tío. Amaro miró por largo rato los zapatos de ese hombre, de punta, lisos y brillantes, para él, esos zapatos eran la cosa más hermosa del mundo, tan hermosos que, por un momento olvidó su zapato café.

La mamá de Amaro salió a recibir a su hermano, e intentó darle un abrazo, pero este solo le extendió la mano para detenerla en seco. Amaro se quedó afuera de la casa, intentando escuchar a través de la puerta, mientras su tío y su madre platicaban. Fue en ese momento que Amaro comenzó a sentir que algo estaba por cambiar, y también era capaz de sentir que ese cambio le iba a doler. Amaro se quedó quieto, preocupado por este personaje que se había aparecido sin avisar y se preguntaba acerca de las intenciones que tenía con su mamá.

Estaba tan inquieto que no se percató en qué momento comenzó a anochecer. Amaro temblaba de frío, abrazando su zapato, cuando de imprevisto el tío Nicanor salió, con un costal entre las manos, lleno de cosas, y sin decir nada, tomó al pequeño y adormilado Amaro de una mano y comenzó a jalarlo. Se lo estaba llevando. Amaro, al ser solo un niño pequeño, no podía oponer resistencia y solo consiguió llorar y gritar por ayuda a su madre, quien, en un acto impulsado por el dolor se dio la vuelta para no ver como Amaro le rogaba por ayuda. Amaro al ver cómo su madre le había dado la espalda y lo estaba dejando ir, en su inocencia de niño creyó que ella ya no lo quería y que lo había vendido o regalado a este hombre. Amaro dolido y resignado, dejó de protestar y caminó con la cabeza agachada hasta que se acercaron al mismo carro negro que momentos antes había dejado a su tío frente a su casa, el cual no se había ido, sino que estaba estacionado bajo un árbol.

—Está bien muchacho, vas a estar bien, y tu mamá también —le dijo su tío mientras lo subía al carro y le ponía el saco con sus cosas sobre las piernas. —Yo soy tu tío, me llamo Nicanor, vas a estar bien —dijo cerrando la puerta.

—¿Adónde vamos? —preguntó Amaro limpiándose la cara con las manos.

—Vas a vivir un tiempo conmigo —

—¿Cuándo voy a regresar a casa? —Nicanor no le respondió.

El tío de Amaro, se lo llevó consigo a la ciudad. Sin preguntarle si estaba de acuerdo y sin siquiera permitirle tomar un último abrazo de su madre, un beso o una frase. Se lo había llevado como un objeto al que no hay que preguntarle nada.

¿Mi tío realmente es bueno? ¿Él de verdad está ayudando? Son preguntas que Amaro se hizo durante muchos años. Pues si bien su tío nunca lo trató mal, tampoco se puede decir que fue una figura paterna para él. Casi no le hablaba y cuando lo hacía, era porque Amaro había hecho algo mal y únicamente para decirle la siguiente frase: “ya madura Amaro, el mundo no es para los niños, por eso crecen, maduran, porque el mundo no es para ellos, y tú… tú eres el más inmaduro que he visto”. No se lo decía a los gritos, ni con ira, ni con molestia. Se lo decía con decepción y con tristeza. Eso a Amaro le quemaba por dentro. ¿Ayudó a su madre? Sí, lo hizo, le mandaba dinero cada semana. “Y también le quitó a un hijo tonto de encima” se repetía a sí mismo Amaro las noches que su tío lo regañaba.




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