El Niñero de Mis Trillizos.

1. Tres Terremos

Arianela

Mi vida es un completo caos. No tengo orden, no puedo avanzar, ni siquiera puedo viajar y dejar a mis hijos con Marva; ya está anciana, y con mis tres pequeños podría darle un colapso. Por eso me urge contratar a una niñera, aunque nadie quiere trabajar cuidando a tres criaturas que parecen un torbellino de energía desbordante. A veces creo que me dará un colapso antes de tiempo. Apenas tengo treinta años y siento que moriré de un infarto en cualquier momento. Río para mis adentros, como si el sarcasmo pudiera salvarme.

Salgo de mi oficina, donde Morgan está reunido con los chefs y algunas empleadas. Al verme, me llama, y rápidamente me acerco. Todos me saludan bajando la cabeza. Me incomoda un poco, pero ya es rutina.

—¿Quieres hablar? —me pregunta Morgan.

Niego rápidamente. Mi tiempo es limitado, debo ir al kínder a buscar a los niños.

—No es necesario, si tienes todo bajo control. Solo sigue con lo establecido, eres el gerente —le respondo con prisa.

Morgan suspira y se encoge de hombros.

—Bien, nuestra CEO debe retirarse, así que nosotros continuaremos con el nuevo menú.

Lo escucho mientras me alejo apresurada. Salgo del restaurante, subo al coche y abandono el estacionamiento. Ni siquiera me despedí de Beth. El trabajo, los niños, el hotel, el restaurante... siento que me están provocando un colapso interno.

Me detengo en el semáforo, miro la hora: son más de las dos de la tarde. Esta vez seguro recibiré una reprimenda de la maestra. Mis dedos tamborilean con desesperación sobre el volante. Estoy a punto de soltar un par de malas palabras, cuando de pronto un imbécil, perdón, un tipo, se mete en mi carril de golpe.

—¡Oye, viejo! ¿No te fijas? —grito histérica, y él me responde con otro grito. No lo pienso dos veces y le saco el dedo de en medio—. ¡Viejo inepto!

Niego con la cabeza, respiro hondo, y acelero rumbo a la escuela, deseando no recibir quejas de la maestra. Estoy a punto de volverme loca.

Estaciono el auto en la entrada y salgo corriendo, pero al dar unos pasos me doy cuenta de que dejé la llave pegada.

—¡Mieee...coles! —exclamo, conteniéndome. No puedo decir malas palabras, mis hijos son como loros, y todo lo repiten.

—Señora, hasta que por fin se aparece —me recibe la docente con cara de agotamiento. Solo atino a asentir.

—Gracias por esperar —le respondo con una sonrisa forzada.

—¡Ari! —gritan mis tres hijos al unísono. Me acerco a ellos y los abrazo fuerte.

—Bien, cuídense pequeños —se despide la maestra de mis trillizos, y ellos, tomados de mi mano, empiezan a jalarme para irnos.

—Hasta luego, maestra. Y gracias —le digo antes de que cierre la puerta de su aula.

Mientras caminamos, empieza el interrogatorio habitual.

—¿Por qué vienes hasta ahora? —pregunta Adniel.

—Porque estuve muy ocupada, cariño —respondo, tratando de mantener el tono sereno.

—La maestra ya estaba cansada —murmura Adrien.

—Ya no quieres estar con nosotros —se queja Andrés.

—¡Ustedes son unos tremendos terremotos! —les digo entre risas mientras abro el auto para que suban.

Salimos de la escuela y me dirijo al supermercado. Marva les va a preparar algo de comer, pero necesito comprar lo necesario.

—Mami, pon música —me pide Adrien desde el asiento trasero.

Enciendo el reproductor y comienza a sonar Zum Zum, su favorita.

—¡No me gusta, ya me aburre! —se queja Adniel.

—A mí sí me gusta, y punto —responde Adrien.

Y así, como siempre, empiezan a discutir por tonterías mientras Andrés, como es habitual en él, permanece en silencio, observando el camino.

Al llegar al supermercado, los tres llenan el carrito con todo lo que les gusta mientras yo intento mantener el control. Las personas no dejan de mirarnos; claro, no es común ver a tres niños revoloteando por los pasillos como si fueran dueños del lugar. Pago todo rápidamente y salimos.

Un día más sobreviviendo este caos que llamo vida.

***

Al llegar a la residencia, estacioné de mi auto en la entrada, el jardinero y el guardia, atentos como siempre, vienen hacia mí al vernos llegar. Me ayudan a bajar las bolsas, las mochilas, los juguetes y todo el arsenal diario que implica tener tres pequeños llenos de energía. Apenas coloco un pie fuera del auto, mis hijos ya han salido disparados como cohetes, uno tras otro, corriendo hacia la puerta principal. Sus risas retumban en el porche mientras gritan el nombre de Marva.

Suelto un largo suspiro, agotada. Le extiendo las llaves al guardia para que estacione el vehículo en el garaje. Apenas cruzo el umbral de la casa, el aroma de algún postre horneado me da un breve consuelo. Marva ya está en la sala, junto a los niños, mientras cada uno le exige su respectivo vaso de leche. Me detengo unos segundos, observo la escena y susurro para mí misma:

—Realmente, esto es agotador.

Camino hacia el sofá y me dejo caer en él, permitiéndome cerrar los ojos unos instantes. Marva se acerca con un vaso de agua en la mano.

—¿Cómo está, señorita? —pregunta con su voz dulce y siempre dispuesta.

—Cansada, Marva… muy cansada. Por favor, solo dale su lechita a los niños, yo me haré cargo luego.

—Pero yo puedo ayudarla —insiste.
Niego suavemente con la cabeza.

—No, Marva. De verdad, no te preocupes.

Aprovecho la pausa para preguntarle con un hilo de esperanza:

—¿No has encontrado a nadie?

Ella baja la mirada y suspira.

—No, señorita. Nadie quiere trabajar cuidando a tres niños pequeños. Apenas les digo que son trillizos, ponen mil excusas.

Suelto un bufido de frustración.

—Bien… ni modo. Veré si al menos me doy unas vacaciones mientras seguimos buscando a alguien. Dios sabe que estoy ofreciendo buen dinero, pero me ha costado un mundo conseguir a una niñera paciente.

Marva se retira para seguir con los niños y yo quedo un momento en silencio. Los pequeños, como si sintieran mi abatimiento, vienen y se sientan a mi lado, pegaditos. Trato de no pensar demasiado, aunque en mi mente el caos no se detiene: el trabajo, las responsabilidades, las cuentas, el restaurante, el hotel … Las niñeras van y vienen; ninguna ha durado más de dos o tres meses. La única que me acompañó por casi dos años se casó, quedó embarazada y, con toda razón, eligió su propio camino. ¿Qué puedo hacer yo? Tengo que seguir, porque si abandono el negocio, no habrá lujos, ni comida, ni escuelas, ni la estabilidad que mis hijos merecen.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.