Kenneth
Sonreía mientras observaba la expresión sorprendida de mi padre tras contarle lo que había sucedido. Había perdido un trabajo miserable, después de meses aguantando a un hombre pesimista y amargado. Pero ahora, por cosas del destino, había encontrado uno que parecía sacado de un sueño: solo debía cuidar y entretener a tres niños, estar pendiente de ellos y, a cambio, ganaría tres mil dólares a la semana. Sonaba inimaginable, ¿quién lo diría? Era evidente que aquella mujer tenía dinero de sobra, aunque también se notaba que estaba consumida por el trabajo; su impaciencia fue lo que la llevó a invadir el carril y provocar el accidente. Quizá, en otra ocasión, todo habría terminado mucho peor, pero gracias a Dios ella se encontraba bien. Estaba convencido de que seguiría con su ritmo de trabajo sin problemas, y yo podría empezar este nuevo empleo que parecía un regalo del cielo.
Mientras reflexionaba, terminaba de preparar unas tortillas para servirle la cena a mi padre, quien me observaba en silencio, estudiando cada uno de mis movimientos con esa mirada suya tan serena.
—Veo que te pasó algo bueno, aparte del accidente que te hizo gastar lo poco que ganaste hoy —dijo finalmente con una sonrisa pícara—. Fue un golpe de suerte, diríamos, hijo.
—Así es, padre —respondí con entusiasmo—. Esa señorita me va a pagar muy bien. Con lo que gane podrás tener tus medicamentos, tus vitaminas… comerás mejor que nunca. Eso sí, tendrás que quedarte solo de lunes a viernes.
Mi padre soltó una pequeña carcajada, luego me miró con cariño.
—No te preocupes por mí, querido hijo. Sé cuidarme solo. Además, vendrás a verme cuando puedas y los fines de semana los pasaremos juntos. No hay de qué preocuparse… aunque… —hizo una pausa, frunciendo el ceño—. ¿No será algo raro ese trabajo? ¿No estarás pensando en…?
Levanté las manos con rapidez, interrumpiéndolo.
—No, padre. No vayas a pensar nada malo. No estoy dispuesto a vender mi cuerpo… no aún. —Tragué saliva al confesarlo ya una vez lo hice, pero él no lo sabe —. Lo pensé en un momento de desesperación, pero recuerda que tengo novia y no quiero hacer eso. Este trabajo es perfecto. Me permitirá cumplir mi sueño: comprar un auto para trabajar como taxista, ahorrar para un lugar donde vivamos mejor y dejar de estar atrapados en lo mismo toda la vida.
—Bueno, solo quiero que pienses bien lo que haces —respondió con voz seria, pero con un brillo de orgullo en sus ojos—. ¿Y cuándo vendrá esa mujer?
—Mañana, imagino. La voy a llamar más tarde; tengo su número —dije, sacando de mi bolsillo una tarjeta que extendí hacia él.
Mi padre la tomó y la observó detenidamente.
—Duval… —murmuró, recorriendo el nombre con sus ojos—. ¿Sabes?, no estoy seguro, pero recuerdo que hace unos quince años hubo un accidente aéreo… creo que los padres de esta chica murieron ahí.
—¿Hablas en serio, papá? —pregunté sorprendido.
—Sí. Yo trabajé para ese señor Duval hace mucho tiempo. Era un buen patrón, muy buena persona. Qué casualidad, hijo… la vida da vueltas inesperadas.
—Vaya… —dije, sintiendo un escalofrío de coincidencia—. No lo sabía. Qué pequeño es el mundo. Ella parecía muy refinada… tenía un rostro suave, dulce.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó mi padre con curiosidad.
—La vi cuando pasó el accidente. No la toqué, aunque… bueno, la cargué para sacarla del auto —confesé, recordando el peso liviano de su cuerpo entre mis brazos—. Calculo que ronda entre treinta años, pero se veía como una mujer muy hermosa.
—Entonces no hay nada que temer. De seguro te irá bien con esos pequeñitos —dijo, dándome una palmada en el hombro.
—Eso espero, padre. Gracias por confiar en mí. Ahora terminemos la cena antes de que se enfríe; mañana puede que la señorita quiera llevarme de inmediato para comenzar a trabajar.
—Así es, hijo. —Su voz se volvió suave, mientras tomaba su tenedor—. Bien, demos gracias a nuestro padrecito Dios por este alimento.
Asentí con una sonrisa y cerré los ojos un momento para agradecer en silencio. La vida me había dado limones muy ácidos, pero tal como decía mi padre, al final, con fe y esfuerzo, hasta los más ácidos se vuelven dulces.
***
Observé detenidamente a la señorita —porque había dejado claro que no le gustaba que la llamaran señora—. Su cabello rojizo y liso enmarcaba un rostro de piel tersa y sorprendentemente hermosa. Era delgada, de tez blanca salpicada con unas cuantas pecas que realzaban aún más su belleza natural. Casi no llevaba maquillaje y, aunque se notaba que era una mujer adinerada, tenía un aire sencillo que la hacía aún más atractiva.
—Entonces quedamos así, señorito Kenneth —me dijo mientras revolvía la cabeza y me sonreía. Yo apenas pude responder; estaba demasiado absorto en observarla, tanto que ni recuerdo lo que me estaba diciendo. Mi padre, a mi lado, rompió el silencio con una sonrisa.
—Señorita Arianela Duval, es un gusto que mi hijo trabaje con usted —dijo con voz firme—. Le aseguro que no se arrepentirá.
—Muchas gracias, señor. Me sorprende saber que usted también trabajó para mi padre en aquella época —respondió ella con un dejo de nostalgia—. Lamento mucho que no haya podido trabajar por tanto tiempo cuando él falleció.
—Señorita, espero que esto no le cause tristeza —agregó mi padre, un poco incómodo—. No quise recordarle momentos difíciles.
—No se preocupe —contestó ella, respirando hondo—. He superado ese dolor en estos quince años. Y me agrada saber que la vida da tantas vueltas… ahora su hijo trabajará conmigo, y sé que será un buen niñero para mis trillizos.
Yo solo asentí con una sonrisa nerviosa. No podía creer que las cosas se dieran así. Era cierto: todo pasa por algo.
—Bien, señorita Arianela —dije finalmente—. Si gusta, puedo irme con usted de una vez para no perder más tiempo.
—Claro que sí. Estoy ansiosa. No quiero que mis hijos falten hoy también a la escuela porque me retrasé —respondió con prisa.