El niño que hablaba con el mar

1. Entradilla: El peso del nombre

Me llamo Anil.
Mi nombre significa ‘viento’ en una lengua antigua que solo el abuelo recuerda por completo, y quizás por eso mi destino está atado a lo que no se ve, a lo que solo se escucha. No soy grande. Tengo diez años, pero mis manos parecen las de un pescador de treinta. No por el tamaño, sino por el cuero que el sol y la sal han curtido sobre los nudillos; el mapa de mi vida está grabado en las grietas, las líneas que se forman por sujetar la caña, por cargar la red, por tocar la arena mojada. Son manos que saben del nudo que resiste la tempestad y del nudo que se deshace con un tirón de seda. Son manos viejas en un cuerpo de niño, un cuerpo que, aunque pequeño, ha aprendido a sentir el peso de las verdades grandes: la soledad, el silencio y la fuerza implacable del mar.
Cada mañana, mucho antes de que el gallo se atreva a intentarlo –y mucho antes de que la primera lancha rápida de la ciudad rompa la paz–, me despierto con el canto del mar. No es un ruido; es un lenguaje complejo que el abuelo me ha enseñado a traducir. El mar nunca es el mismo, nunca dice la misma cosa dos veces. A veces es una risa ronca, el sonido de un millón de piedras rodando bajo las olas en un juego eterno; a veces es una súplica, un murmullo de espuma que se arrastra por la arena buscando el perdón de la tierra. A veces, y son los días más extraños y temidos, es un silencio tan vasto y profundo que solo puedes escuchar el latido frenético de tu propia sangre. Es un silencio que espera, que observa, que te pone a prueba antes de devolverte la calma.
Mi aldea es un puñado de casas humildes de madera y caña, que se aprietan en la arena como si tuvieran miedo de que el mar, su eterno vecino, se las trague en un descuido. Se llama Punta Marea, un nombre que no elegimos, pero que llevamos como un manifiesto: el punto exacto donde la tierra y el mar acuerdan su ritmo. Es un lugar donde el tiempo no se mide por agujas girando en un círculo de prisa, sino por la marea que sube hasta la línea de las palmeras, por el olor dulce de la floración del mango que anuncia la estación de lluvias, o por el momento exacto en que el abuelo se detiene a reparar su red. Aquí no existe la prisa, esa enfermedad del alma que he visto en los ojos de los turistas que pasan. ¿Para qué correr? No hay dónde llegar que no sea la hora de la cena, o el punto donde el horizonte se junta con el cielo, y ambos momentos son inamovibles. Punta Marea es un lugar olvidado por el mapa y, quizá por ello, un lugar que no necesita ser encontrado.
El horizonte, desde aquí, es un lienzo infinito de un azul espeso. Es un azul que duele de tan hermoso, tan vacío de casas altas y barcos grandes de motor. Está vacío de ruido y de ambición, y, sin embargo, se mueve, prometiendo siempre algo que jamás llega a suceder, obligándote a mirar dentro de ti mismo en lugar de hacia el exterior. Esa inmensidad es mi aula, mi techo y mi única compañía real. Yo soy pequeño, pero el mar me hace sentir que pertenezco a algo gigantesco, a una verdad que la ciudad ha olvidado.
Pero hoy, el mar ha roto esa paz. Ha cambiado su tono de voz. Ha pasado de ser un maestro paciente a ser un ladrón. Hoy, me ha quitado algo.
Hoy se fue mi barca. Y con ella, se ha llevado la primera porción de mi infancia.



#1132 en Novela contemporánea
#1789 en Otros
#342 en Relatos cortos

En el texto hay: esperanza, reflexion, sabiduria

Editado: 19.11.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.