Nuestra vida es una repetición constante y hermosa, como el ciclo de la luna. Es un rezo sin palabras, un saber estar en el lugar que nos toca.
Mi choza es la más cercana a la orilla, una promesa de sal y madera a la que el abuelo ha añadido un pequeño porche donde repara sus redes, o lo que queda de ellas. Las herramientas no son muchas, pero cada una tiene una historia y un nombre tácito: la aguja de tejer, afilada con piedra de río; el cepillo de fibra para limpiar el musgo y las conchas de los aparejos; el viejo anzuelo de latón que el abuelo dice que tiene más alma que cualquier red moderna.
El ritual de la mañana nunca cambia, y en esa constancia se esconde nuestra seguridad. El abuelo se levanta antes que yo, antes que la luz de las estrellas se apague. El ruido de sus pies descalzos sobre la tierra húmeda es el verdadero despertador de la casa, más suave y más cierto que cualquier máquina. Yo lo sigo, en silencio, para no romper la burbuja de la madrugada.
Bebemos café caliente, tan amargo que quema la garganta y te deja una sensación de haber despertado de verdad. Comemos arroz cocido del día anterior, que tiene el dulzor de lo que se ha conservado. Nunca hay prisa. El silencio se mastica junto con el arroz.
—La prisa es el peor anzuelo, Anil —me dijo una vez—. Es la ilusión de ganar tiempo, cuando en realidad es el único bien que estás desperdiciando. Te arrastra sin darte tiempo a ver dónde te has quedado atrapado, y cuando te das cuenta, el agua ya no te cubre, te ahoga.
En la aldea, los pocos hombres se saludan con un gesto lento de la cabeza, un reconocimiento del esfuerzo y la vida compartida. Las mujeres lavan la ropa en el río cercano, donde el agua baja fresca desde las colinas. Los niños corren descalzos, con risas tan ligeras que el viento se las lleva y las vuelve a traer. Nadie usa relojes. El sol es el único jefe, y la sombra que proyecta, la única agenda que respetamos.
Nuestro día se rige por la marea, que es la respiración de Dios en la Tierra. La luna nos dice cuándo ir y cuándo volver, con una precisión que ninguna máquina puede imitar.
Ir, es deslizar la barca en el agua de madrugada, el silencio roto solo por el sonido de la quilla en la arena mojada. Volver es arrastrarla de nuevo a la orilla, la piel pegajosa de sal, el cansancio bueno que huele a trabajo honesto y no a preocupación. Lo que pescamos lo compartimos, porque el mar es vasto y el hambre es pequeña si se reparte. Los peces no son solo comida, son una moneda social, un pacto. El excedente mínimo se seca al sol o se vende a los pocos viajeros que se atreven a llegar hasta nuestro remoto rincón.
Mi barca, o lo que era mi barca hasta esta mañana, era mi tesoro. No era grande, solo una cáscara de coco alargada y ligera que el abuelo me había enseñado a hacer con bambú y fibra de palma. La había llamado Ventus, para recordarme que el mar y yo éramos del mismo nombre: viento, movimiento invisible pero poderoso. Era la primera extensión de mi propia voluntad.
Aquel ritmo, lento y constante, era la única felicidad que yo conocía. Y la única que necesitaba para sentir que la vida era una cosa plena, sin agujeros.