Después de cortar la llamada con Roger y, por supuesto, bloquear su número, me levanto de la cama y camino hacia la cocina. Es imposible volver a conciliar el sueño después de la tremenda metida de pata que acabo de hacer...
¿Cómo fui capaz de decirle a ese cucaracho que estaba de novia con Daniel? Mi archienemigo, mi némesis. Algo que jamás podría ocurrir... o al menos eso creía hasta que la vida decidió reírse de mí.
¿Y si realmente se le ocurre venir a la boda? ¿Y si se entera de que le mentí? Dios mío, sería la peor humillación de mi vida. Incluso peor que lo que pasó con Daniel hace años.
Llego a la cocina. Aunque no visitaba esta casa desde hace tiempo, mis pasos encuentran el camino de memoria. La madera cruje como si reconociera mi presencia. Me acerco a la nevera y saco un jarro con leche. Mi abuela siempre preparaba leche caliente cuando no podía dormir, y por lo general funcionaba. Hoy, lo dudo.
—¿Podrías calentar un poco de leche para mí? —dice una voz masculina detrás de mí.
Me sobresalto. El jarro se resbala de mis manos y cae al suelo, estrellándose con un estruendo que me hace saltar el corazón hasta la garganta. Me doy vuelta, agitada, y ahí está él.
Daniel.
Solo con un pantalón de joggins, el torso desnudo, el cabello despeinado. La luz tenue de la cocina hace brillar la definición de sus hombros, el pecho firme, la línea marcada del abdomen… y de pronto no recuerdo ni mi nombre. La vergüenza me golpea como una ola caliente.
—Perdona, Sarah, no quise asustarte —se disculpa, acercándose. Su voz suena grave, ronca por el sueño, y la piel de mis brazos se eriza como si hubiera una corriente eléctrica entre nosotros.
No puedo mirarlo demasiado tiempo o voy a hacer otra estupidez.
¿Quién demonios es este adonis? ¿Y qué hizo con el Daniel gordito de mi adolescencia? Él no era así. Los años fueron realmente muy generosos con él.
—No te preocupes —murmuro, agachándome para levantar el jarro roto—. Soy una tonta, estaba concentrada en otra cosa.
Daniel toma un paño y limpia la leche derramada, agachándose a mi lado. Su brazo roza el mío sin querer, apenas un toque, pero suficiente para que mi corazón rebote contra mis costillas.
Se levanta, abre la heladera y me alcanza otro cartón de leche.
—Gracias, pondré un poco más para ti —digo casi en automático.
—¿Estás bien? —pregunta él, frunciendo apenas el ceño.
—Sí… bueno… nada que no tenga solución —respondo, aunque las manos me tiemblan.
Nos sentamos en la isla, uno frente al otro. Sus ojos están cansados, pero atentos. Me observa como si pudiera ver más allá de todo lo que intento ocultar.
—Para no poder dormir y tener esa cara, debe ser algo interesante —dice en tono tranquilo, sin burla. Una seriedad que me desconcierta.
—Es Roger… —murmuro, tragando con dificultad. Un nudo se forma en mi garganta.
Daniel deja de jugar con la taza y me mira fijo.
—¿Qué sucede con él?
—Llamó. Dijo que me extrañaba. Es un…
—Miserable, malnacido. Dilo. Sacalo de adentro —interrumpe él—. ¿Y cómo le dice Emily?
—Cucaracho…
A Daniel se le escapa una sonrisa amarga.
—Le queda perfecto. Es un cucaracho y hay que aplastarlo como tal. No permitas que te endulce con sus estupideces. Ese hombre no vale nada.
Hay algo en su tono… no es solo enojo. Parece personal. Como si sintiera bronca por mí. Como si, por un segundo, le importara demasiado.
—No lo haré —respondo con un hilo de voz—. Quiere que pase de ser su oficial a su amante. Y por más que lo ame… no puedo permitírmelo.
—Me alegra escucharlo —dice él, mirándome como si evaluara cada palabra—. Una mujer que se respeta vale mucho. Te felicito, Sarah.
Y ahí está otra cosa que me desarma. Su forma de decirlo. No suena sarcástico. Suena… sincero.
Daniel se levanta, apaga el fuego y sirve dos vasos de leche. Se sienta otra vez frente a mí.
—Gracias, Daniel —murmuro.
Él me observa por varios segundos antes de hablar.
—Lo que no entiendo es por qué estás tan preocupada. No creo que ese tipo venga hasta acá.
Trago saliva. Aquí viene la parte fea.
—Metí la pata… y hasta el fondo.
—¿Qué hiciste? —pregunta, inclinándose hacia mí.
—Para que me dejara en paz… le dije que estaba saliendo con alguien.
La expresión de Daniel no cambia.
—Está bien. Así ve que no dependés de él.
—El problema —suspiro, cerrando los ojos— es que le dije que estaba saliendo contigo.
Silencio.
No respira. No parpadea. Nada.
Entonces, inclina apenas la cabeza.
—Tranquila, Sarah —dice al fin—. No es que él sepa dónde estás.
—Eso es lo peor… —me llevo las manos a la cara—. Le dije dónde estaba. Y que estaba invitado a la boda. Estaba tan segura de que no iba a venir…
Daniel me mira horrorizado, incrédulo.
—¿Eres tonta, verdad? —su voz no es cruel, es desesperada—. ¿No ves que ese tipo se dio cuenta de que te perdió? Por supuesto que va a venir por ti.
—¿Estás enojado? —pregunto, buscando su mirada.
—No —responde firme—. Solo… quiero ayudarte a solucionarlo. Pero te aseguro que Roger Morgan va a estar aqui en dos días.
—¿Tú crees?
—Estoy seguro. Solo un imbécil te dejaría ir.
Me quedo helada.
¿Daniel dijo eso?
¿Él?
¿El que hace horas aseguraba que nadie podía soportarme?
Algo dentro de mí se enciende. Una mezcla peligrosa de emoción y deseo.
Me acerco sin pensar, guiada por un impulso tonto, temerario. Deslizo mis dedos por su pecho caliente, firme, perfecto. Pero él atrapa mi mano rápido, como si quemara.
Se levanta bruscamente.
—Lo siento… —murmuro, avergonzada—. No sé qué me pasó…
Él me mira. No dice ni una palabra. Sus ojos oscuros recorren mi rostro, mi cuello, mis labios, como si algo interno estuviera rompiéndose. De pronto vuelve a acercarse, despacio, como si luchara contra sí mismo.