El plan de Lilly

Capítulo 7 — El hombre que la miró vivir

El reloj de la cocina marcaba las siete y media cuando Lilly terminó de servir el desayuno.
El aroma del café llenaba el silencio, pero nadie hablaba.
Ethan leía los correos en su teléfono, como siempre, con el ceño fruncido y el alma ausente.

—Dormiste poco —dijo sin levantar la vista.
—Sí —respondió ella—, anoche me costó dormir.
—Entonces duerme esta tarde —replicó él, sin emoción—. Pareces agotada.

Lilly lo observó.
El mismo traje, el mismo reloj, la misma indiferencia.
Durante meses había intentado buscar algo en sus ojos, un resquicio del hombre que había conocido antes del matrimonio.
Ya no quedaba nada.

—Ethan —murmuró ella, sirviendo su café—, ¿irás a la oficina hoy?
—Como todos los días.
—¿Quieres que te prepare algo para cenar?
—No estaré aquí —respondió, revisando un mensaje—. Clara y yo iremos a una cena con inversores.

Lilly bajó la mirada.
Cada vez que escuchaba el nombre de su hermana, sentía el pecho apretarse.
Sabía lo que todos fingían no saber: que Clara dormía en la cama que antes era suya.

—Entiendo —susurró, con un nudo en la garganta.
Ethan se levantó, colocó la taza en el fregadero y la miró con desdén.
—Deberías dejar de intentar ser lo que no eres, Lilly. Te harías la vida más fácil.

Ella apretó los labios.
—¿Y qué soy, Ethan?
—Un error que no puedo corregir —respondió sin vacilar, antes de marcharse.

La puerta se cerró y, con ella, se fue el poco aire que quedaba.
Lilly apoyó las manos en la mesa.
Ya no temblaba de tristeza, sino de furia.

*****
Lilly no recordaba cuánto tiempo había pasado mirando la tarjeta.
Negra, lisa, con aquella corona quebrada en relieve.
Era la promesa silenciosa de un fin.
Uno que no dolería tanto como seguir viviendo.

Metió la tarjeta en su bolso, se miró al espejo.
La mujer que le devolvió la mirada tenía el rostro pálido, el cabello suelto, los labios sin color.
Una desconocida.
Una que había dejado de llorar porque ya no quedaban lágrimas.

Salió de casa sin avisar.
Ni siquiera le importó si Ethan notaría su ausencia.
Sabía que no lo haría.

*****

El edificio era alto, sin letreros, con ventanales de cristal oscuro que reflejaban el cielo nublado.
Una voz metálica la recibió al otro lado del intercomunicador:

—¿Cita?
—Me recomendaron venir.
Hubo un silencio breve.
Luego, un zumbido, y la puerta se abrió.

El pasillo olía a madera y tabaco.
Lilly caminó despacio, sus pasos resonando sobre el mármol pulido.
Al fondo, una puerta entreabierta dejaba escapar el sonido bajo de una canción de jazz.

Empujó la puerta.

El despacho era amplio, elegante y vacío de adornos.
Solo una gran ventana, una mesa de nogal y un hombre de pie junto al bar.
Él se volvió al escucharla.

Y el tiempo, simplemente, se detuvo.

Tristan Corvin.

No era el tipo de hombre que uno esperaba encontrar en un lugar así.
No llevaba traje completo, sino una camisa blanca con las mangas dobladas, el cuello abierto y los primeros botones desabrochados.
El cabello oscuro le caía con descuido, y la barba corta le daba un aire peligroso.
Su presencia llenaba el espacio.
Y sus ojos —grises, fríos y brillantes— la recorrieron de arriba abajo sin disculparse.

Lilly tragó saliva.
No sabía si hablar o salir corriendo.

—No suelo recibir visitas sin cita —dijo él, con una voz grave que parecía hecha para el pecado.

—Lo sé —respondió ella, esforzándose por sonar firme—. Pero alguien me dio su tarjeta.
—¿Alguien? —preguntó, acercándose con lentitud—. ¿Y qué te dijo que hago?

Ella apretó la tarjeta entre los dedos.
—Que usted puede hacer desaparecer a las personas.

Tristan se detuvo frente a ella.
Era más alto de lo que imaginaba.
El olor a tabaco y whisky la envolvió.
No era desagradable. Era peligroso.
Era él.

—¿Quieres morir? —preguntó sin rodeos.
Ella lo miró a los ojos.
—Quiero dejar de ser lo que soy.

Tristan ladeó la cabeza, estudiándola.
Su mirada bajó, lenta, por su cuello, su pecho, su cintura.
No había disimulo.
No había culpa.
Era deseo. Crudo. Real.

Lilly sintió cómo la respiración se le detenía.
Nadie la había mirado así.
Ni siquiera Ethan, el hombre que la había desnudado cientos de veces sin verla una sola.

—Tienes miedo —murmuró él.
—No.
—Sí lo tienes. Pero no de morir. —Su voz se volvió más baja—. Tienes miedo de seguir viva.

Ella se estremeció.
—No me conoce.
—No hace falta. Lo llevo viendo toda mi vida —dijo, acercándose un paso más—. Rostros como el tuyo, que suplican sin decir una palabra.

Lilly se apartó apenas.
—No vine a confesarme.
—Bien. —Sonrió, con los labios apenas curvados—. Yo tampoco soy sacerdote.

Él caminó alrededor de ella, despacio, con la precisión de quien estudia un enigma.
Cada movimiento era una provocación silenciosa.
Cada paso, una prueba de que la dominaba sin tocarla.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.