El plan de Lilly

Capítulo 8 — El día que la mirada se volvió fuego

Lilly no planeó volver.

Se lo repitió al amanecer, sintiendo el ardor de la cafeína fría en el estómago. El espejo le devolvía un rostro pálido y los ojos cargados con el peso de Tristan Corvin. Su mente era un circuito cerrado: la escena de la noche anterior, esa mirada gris que la desnudó no solo la piel, sino el alma, persistía como una quemadura lenta, tabaco y condena, un susurro que ya no podía acallar.

​El café estaba frío cuando Ethan irrumpió en la cocina. El habitual traje oscuro, el perfume caro y esa máscara de superioridad vacía. Su felicidad siempre fue una actuación ensayada.

—Hoy tengo reunión en la Cámara —anunció sin mirarla. Su voz era un hecho consumado—. No me esperes para cenar.

—No lo haré.

Él detuvo el nudo de su corbata. La rigidez de la voz de Lilly, sin el matiz de la súplica o el miedo, lo desconcertó.

—¿Ni siquiera vas a preguntar con quién? —preguntó con una fina capa de burla, refiriéndose sutilmente a Clara.

—No me interesa, Ethan.

​Ethan frunció el ceño. Dejó el maletín y se acercó, reduciendo el espacio entre ambos con esa sonrisa que nunca alcanzaba sus ojos helados.

—¿Qué te pasa hoy? Te noto… desafinada.

—Tal vez.

—No te queda —murmuró, su desdén era un bisturí—. La indiferencia es un lujo que no sabes pagar, Lilly. Te ves ridícula.

​Ella lo miró. En lugar de temblar o bajar la vista, mantuvo la calma, una pared de mármol. No rogó, no justificó. Solo el peso de su silencio.

Eso, la ausencia de su habitual docilidad, lo irritó más que cualquier grito.

​—Siempre fuiste tan fácil de leer —dijo él, inclinándose, invadiendo su aliento—. Tan dócil, tan predecible.

—Quizás dejé de serlo.

—¿Ah, sí? —Su sonrisa se hizo más cruel, de depredador—. No me hagas reír. No durarías un día sin mí.

¿Quieres apostar? —replicó ella, y la pregunta fue un desafío, un guante lanzado al suelo.

​Ethan la estudió, desconcertado. No había ruego ni lágrimas en sus ojos. Solo calma. Una calma tan absoluta que, por primera vez, lo hizo sentirse completamente irrelevante y fuera de control.

​Sin añadir más, recogió su maletín y se marchó, la puerta de la calle cerrándose con un golpe seco.

Lilly esperó a oír el rugido del motor alejarse antes de exhalar el aire que le quemaba los pulmones. El silencio que quedó fue un alivio visceral.

​Y antes de que el pensamiento racional pudiera detenerla, tomó las llaves. Su cuerpo se movió solo, guiado por la necesidad de una salida definitiva.

*****

​El edificio sin letrero seguía igual: discreto, oculto, ajeno.

Ella cruzó el pasillo, empujó la pesada puerta de su oficina y lo vio.

​Tristan estaba de espaldas al ventanal, una sombra imponente. El humo del cigarrillo se elevaba sobre su hombro como una ofrenda oscura. Camisa blanca, cuello desabrochado, las mangas arremangadas sobre unos antebrazos tensos y potentes. El sol de la tarde lo bañaba con un resplandor dorado, una imagen esculpida en piedra y pecado.

​—Sabía que volverías —dijo sin girarse. Su voz, grave, vibró en el aire.

—No vine por usted.

—Mientes. Y las mentiras siempre huelen a culpa en tus ojos.

​Él se volvió, despacio.

La mirada gris, de hielo fundido, le atrapó la respiración en el pecho.

—¿Por qué estás aquí, Lilly? La última vez huiste de la verdad.

—Porque quiero saber por qué te negaste a darme lo que pedí.

​Tristan dio un paso, lento, hacia ella.

—No simulo la muerte de alguien que, irónicamente, aún no ha aprendido a vivir.

—No lo entiendes. No tengo nada que perder. Nadie me quiere.

Yo sí. —La respuesta fue automática, cruda, sin pensar. Un rugido posesivo.

​Ella tragó saliva, el sonido seco en el silencio.

—No digas eso.

—Lo pienso —susurró él, acercándose aún más—. Y no soy un hombre de arrepentimientos.

​El silencio se volvió espeso, eléctrico. Él la miró de arriba abajo, y esa sola inspección hizo que sus muslos temblaran. Sin prisa, Tristan levantó la mano, rozó su mejilla con el dorso de los dedos, y el contacto la hizo estremecer. Descendió lentamente por su cuello, hasta la clavícula.

​—Nunca te han tocado por deseo, ¿verdad? —murmuró, su aliento caliente contra su piel.

Ella negó con la cabeza, los labios entreabiertos, incapaz de articular una palabra.

—Entonces entiende esto… —Sus palabras fueron un hilo tenso antes de la explosión—. Yo sí lo haré.

​Y la besó.

​No fue un beso. Fue una declaración de posesión y castigo. Hambre oscura, ternura brutal y condena. Tristan exploró su boca con una paciencia hambrienta y una fuerza que no admitía negación. Saboreó cada rincón, cada respuesta que ella intentó reprimir. Sus manos poderosas se cerraron sobre la curva de su cintura, atrayéndola hacia él, hasta que su vientre se presionó contra el suyo. El roce de sus cuerpos encendió una mecha que llevaba años dormida.




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