El plan de Lilly

Capítulo 10 — El tiburón entre luces doradas

El Hotel Imperial brillaba esa noche como una joya pulida.

El cumpleaños del padrino de Lilly reunía a empresarios, políticos y herederas de la más rancia alta sociedad.

Ethan, impecable en su traje azul oscuro, parecía disfrutar de cada saludo, cada mirada de reconocimiento que su apellido le compraba.

Lilly, en cambio, mantenía una calma fría. El vestido de seda color burdeos caía con autoridad sobre sus curvas generosas, un hecho que ella había dejado de intentar ocultar.

​—Procura comportarte —dijo Ethan al bajar del auto—. No quiero que uses esa cara de mártir.

—Tranquilo, Ethan. No vine a robarte el protagonismo, ni a avergonzarte más de lo habitual.

—A eso llamas humor… —replicó él con un suspiro irritado.

​Lilly no respondió.

Solo alzó el mentón y caminó a su lado, la sonrisa medida, la mirada serena.

Por dentro, sin embargo, algo distinto latía.

Desde hacía días, su cuerpo tenía memoria: de una orden grave, de un roce contenido en sus caderas, de un nombre que no lograba sacarse de la mente: Tristan Corvin.

​El salón era una explosión de luces y copas.

Lilly saludó a su padrino con ternura; él, un hombre alto de canas distinguidas, la abrazó con afecto sincero.

​—Mi niña, estás preciosa —dijo con orgullo, su afecto un bálsamo—. ¿Dónde dejaste esa timidez que siempre te acompañaba?

—Tal vez la olvidé esta noche —respondió ella, sonriendo con un dejo de verdad.

—Eso me gusta. Debes vivir, Lilly. Vivir de verdad.

​Ethan intervino con su cortesía ensayada.

—Una velada magnífica, señor Leclerc.

—Gracias, Ethan —dijo el padrino, pero su mirada se desvió hacia la puerta, deteniéndose—. Y mira nada más quién decidió honrarnos con su presencia.

​Lilly siguió su mirada.

Y entonces la luz se concentró en él.

Tristan Corvin. De traje negro impecable, sin corbata, con el cuello de la camisa abierto en un gesto de absoluta falta de respeto por las convenciones. Caminaba entre la multitud con la serenidad de un rey y la frialdad de quien posee todo.

Las conversaciones se apagaron a su paso; era el enorme tiburón de los negocios que jamás se dejaba ver en eventos sociales.

​El padrino sonrió, genuinamente asombrado.

—Ese hombre rara vez asiste. Si está aquí, es porque me tiene estima. Es un milagro.

Lilly fingió sorpresa, sintiendo cómo el aire se le pegaba a los pulmones.

—¿Lo invitó usted?

—Claro. Pero nunca imaginé que aceptaría. Es un milagro.

​"Milagro" no era la palabra correcta.

No cuando Tristan levantó la vista y la encontró. Sus ojos grises, como acero fundido, la perforaron a través del salón.

​Ella contuvo la respiración.

No había sonrisa, ni saludo a nadie más, ni cortesía: solo una mirada directa, profunda, abiertamente posesiva. El mensaje era mudo, pero devastador: Estoy aquí por ti.

​Ethan notó el cambio en su esposa, la rigidez repentina.

—¿Qué ocurre?

—Nada —respondió Lilly, volviendo la vista al frente, forzándose a parpadear.

​Pero el aire se había vuelto irrespirable.

Varias herederas y mujeres del jet set se acercaban a Tristan, deslumbradas. Todas sonreían, todas buscaban su atención.

Y él, con la inmovilidad letal de un depredador, las ignoró una a una. Su atención no se apartó de Lilly ni un instante, midiendo cada uno de sus movimientos junto a Ethan.

​Horas más tarde, el pulso de Lilly estaba en rojo. Necesitaba aire.

Ethan conversaba con socios, el padrino reía, y Lilly se excusó discretamente para ir al tocador.

Caminó por el pasillo alfombrado, intentando recuperar la calma.

​Pero apenas empujó la puerta del pasillo lateral, una voz grave y urgente resonó tras ella.

​—No te vayas.

​Su corazón se detuvo.

Tristan cerró la puerta de servicio con un golpe sordo, sin dejar de mirarla.

El contraste entre la luz del salón y la penumbra del pasillo era casi irreal.

Su sombra se acercó despacio, implacable.

​—¿Qué haces aquí? —susurró ella, sabiendo la respuesta.

—Cuidar lo que es mío. Y recordarte que no puedes ir del brazo de ese hombre después de sentarte sobre mis piernas.

​—No digas eso.

—¿Por qué? ¿Porque aún llevas su anillo? —Su mirada bajó un segundo a su mano, el desprecio era un dardo, luego volvió a su rostro—. Eso no te hace suya, Lilly. Te hace mi obsesión.




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