La mansión Cavendish era un monumento a la frialdad. Lilly entró vestida con un simple sweater de cachemir gris y pantalones oscuros, sintiéndose inmediatamente desnuda.
Edward, su padre, Margot, su madrastra, y Clara, su hermana, levantaron la vista del centro de la sala. Sus miradas conjuntas eran como una ráfaga de viento helado.
—Llegas tarde —dijo Edward, sin alzar mucho la voz, pero con la quietud de un verdugo.
—Salí en cuanto recibí tu mensaje, papá.
—Siempre una excusa —murmuró Margot, sus labios apenas moviéndose. Sus joyas brillaban más que su afecto—. De verdad me pregunto cómo haces para no avergonzar más a tu marido.
Clara rió bajito. Su cabello rubio se movió con gracia, y Lilly sintió el primer golpe de dolor. Pero fue el collar lo que la detuvo en seco.
Un collar de deslumbrantes diamantes rosados, con una talla excepcional, resplandecía en el cuello de Clara. Lilly sintió que la sangre abandonaba su rostro. No era un collar cualquiera.
Su mente reprodujo la escena: la joyería internacional, la vitrina. Su tímida confesión a Ethan: "Me encantaría que me lo regalaras, sería un recuerdo tuyo." La respuesta fría: "Cómpralo tú, Lilly. Eres la heredera de los Cavendish. Puedes hacerlo."
Al día siguiente, cuando ella se decidió, ya lo habían vendido. Ahora, el collar estaba en el cuello de la amante de su esposo, un trofeo de su traición, brillando con el dinero de su propio matrimonio.
—Lilly, mírame —dijo Edward, fastidiado por su distracción—. Tu apariencia es una vergüenza. Cuando visites esta casa, arréglate. No puedes llegar vestida… así.
—¿Así cómo? —preguntó Lilly con voz temblorosa.
—Como alguien que no honra el apellido Cavendish ni el estatus de su esposo —dijo Margot, sorbiendo su té con desprecio.
—Como si fueras una sombra mal iluminada —añadió Clara, acariciando sin querer el collar.
Si un socio de Varen o mío, llega justo ahora y te ve vestida así —su padre no terminó la frase, pero la intención fue clara: Nos arrastras a todos.
Lilly se sintió completamente rota. El collar era el peso de toda la humillación.
—No me hagas arrepentirme de haberte dado una oportunidad de matrimonio —sentenció su padre, sellando el juicio.
Lilly tragó saliva, el sabor de la amargura en su boca. Se inclinó apenas.
—Gracias por su tiempo.
Y se fue. Con el corazón en astillas, sintiendo que su propia familia la había desollado viva por el mujer que la reemplazaba.
*****
Lilly no volvió a casa. No podía respirar el aire que compartía con Ethan. Condujo hasta una cafetería que parecía un refugio: pequeña, con paredes pintadas de amarillo brillante y lámparas suaves, llena del olor a café tostado y azúcar quemada. Compró una bandeja de pastelitos coloridos, buscando el consuelo infantil del glaseado.
Se sentó sola, en un rincón. Sus manos temblaban. Una lágrima caliente cayó sobre el glaseado rosa. Luego otra. El dolor no era tristeza; era la constatación de su inutilidad.
*****
A kilómetros de distancia, Tristan Corvin estaba en su trabajo, un imperio en el piso más alto de un imponente edificio de acero y cristal. La sala de juntas era un santuario de tecnología: pantallas de proyección mostraban gráficas complejas de ganancias multimillonarias y porcentajes de riesgo que definían el destino de corporaciones enteras.
Lucian se inclinó a su oído en medio de una discusión sobre liquidez.
—Señor… La Señorita Cavendish está llorando. Salió de la mansión de su padre. Está sola.
Tristan levantó la mirada lentamente. La transición de la fría lógica financiera a la furia primigenia fue instantánea y aterradora. Los ejecutivos se quedaron congelados, presenciando una emoción que no debía existir en ese hombre.
—¿Dónde? —preguntó Tristan, su voz un susurro que cortó el aire.
—En una cafetería, señor.
—La reunión se cancela —ordenó Tristan, poniéndose de pie. Su traje negro se sintió como una armadura—. Se les notificará nueva fecha.
Salió de la sala sin mirar atrás, con Lucian pisándole los talones. En el auto, Tristan no preguntó por el destino, solo respiraba el aire tenso.
—Ella no debería llorar —murmuró, y en su tono no había lástima, sino una rabia posesiva dirigida a todos los que osaron tocarla
La campanita de la cafetería sonó. Lilly no levantó la vista. Seguía jugando con los pastelitos.
Cuando sintió una presencia que hacía temblar el aire, levantó los ojos. Él estaba ahí. Tristan Corvin. Impecable, un traje que era una incongruencia total en ese lugar.
La mirada de Tristan se endureció al ver sus ojos rojos e hinchados. Sacó un pañuelo de seda del interior de su saco y se lo extendió.
—¿Quién te hizo llorar, Lilly? —preguntó con voz baja, pero con una amenaza latente.
Ella negó con la cabeza, incapaz de hablar.