El Precio del Amor

Prólogo

En la mansión de los Bradford, todo aparentaba estar en orden. Las luces relumbraban sobre los candelabros de cristal, los jardines lucían impecables, y los pasillos resonaban con los pasos firmes de los empleados que mantenían la ilusión de grandeza intacta. Sin embargo, tras esas paredes decoradas con arte y lujo, se ocultaba una tormenta. La fortuna que había sostenido el imperio de los Bradford durante tres generaciones estaba al borde del colapso. Los errores de inversión, las alianzas rotas y las malas decisiones financieras se habían acumulado como una sombra, amenazando con devorar todo lo que habían construido.

Para Charlotte y Alexander Bradford, los patriarcas de la familia, el hundimiento de su legado no era una opción. El apellido Bradford representaba mucho más que riquezas materiales; simbolizaba el esfuerzo de sus ancestros, la admiración de la alta sociedad y un lugar en la historia de los grandes empresarios del país. Pero ahora, en la privacidad de su estudio, los dos debatían frenéticamente la única solución que les quedaba: un matrimonio estratégico.

—No hay otra salida, Charlotte —dijo Alexander con voz grave, mientras recorría el espacio con las manos en los bolsillos—. Si Victoria no se casa con Leandro Montenegro, estaremos acabados.

Charlotte, sentada en el sofá con una copa de vino en la mano, asintió lentamente.

La familia Montenegro, amigos cercanos y aliados comerciales desde hace décadas, también enfrentaba dificultades. Pero, a diferencia de los Bradford, los Montenegro aún tenían un as bajo la manga: su hijo único, Leandro, un joven apuesto, carismático y con un talento nato para los negocios. Una alianza entre ambas familias podría ser la salvación que necesitaban.

Sin embargo, el problema no radicaba en la lógica de la propuesta, sino en Victoria. A sus veinticinco años, la única hija de los Bradford había sido criada con cuidado y delicadeza, con una mezcla de amor y disciplina que la había convertido en una mujer independiente, de ideas claras y un espíritu rebelde. Victoria despreciaba la superficialidad de la alta sociedad y, aunque nunca lo había dicho en voz alta, anhelaba un amor genuino, alejado de las intrigas y conveniencias de su mundo.

Por las mañanas, Victoria solía pasear por los extensos jardines de la mansión, disfrutando del aroma de las rosas y los jazmines, sin sospechar que cada día la familia se hundía más en un pozo de deudas. Su mundo seguía siendo una burbuja de paz relativa, pero incluso esa calma aparente tenía grietas. En los últimos meses, había notado cómo las conversaciones entre sus padres se volvían cada vez más tensas, cómo las sonrisas en las reuniones familiares parecían forzadas y cómo ciertos empleados de confianza dejaban su puesto sin explicación alguna. Victoria no era ingenua, pero prefería no indagar demasiado. Quizá era más cómodo asumir que todo estaba bien.

—Victoria nunca aceptará un matrimonio arreglado —murmuró Charlotte, más para sí misma que para su esposo.

—No tiene por qué saber que es un arreglo —replicó Alexander, inclinándose hacia ella con determinación—. Necesitamos un plan. Uno que haga que se enamore de él sin sospechar nuestras intenciones.

Charlotte lo miró con incredulidad, pero también con una chispa de esperanza. Alexander tenía razón: si lograban manipular las circunstancias adecuadamente, Victoria podría creer que todo era obra del destino. Y el joven Leandro Montenegro, con su atractivo y encanto natural, seguramente no tendría problemas en conquistarla, si se lo proponía.

Pero lo que los Bradford no podían prever eran los secretos y emociones que este plan desataría. Victoria, con su corazón rebelde, no era una pieza fácil de mover en su tablero. Leandro, por su parte, tenía sus propios demonios y dudas sobre el legado de su familia.

Mientras tanto, en la residencia de los Montenegro, Leandro también estaba siendo preparado, aunque con mucha menos sutileza. Su padre, Ignacio Montenegro, había dejado claro que este matrimonio no era opcional. El futuro de su familia dependía de ello.

—No entiendo por qué tengo que casarme con alguien que ni siquiera conozco —protestó Leandro una noche, mientras su madre trataba de calmarlo.

—Es más que un matrimonio, hijo —dijo ella con suavidad—. Es una oportunidad para unir fuerzas, para demostrar que nuestra familia aún puede mantenerse en la cima.

Leandro frunció el ceño y dejó escapar un suspiro. No era la primera vez que oía esas palabras, pero cada vez le resultaban más pesadas. Sabía que el deber y el sacrificio eran los pilares de su dinastía, pero la idea de renunciar a sus propias elecciones lo llenaba de amargura. Aún así, aceptó la responsabilidad, aunque en su interior surgía una creciente rebelión.

Mientras tanto, Charlotte y Alexander elaboraban cada detalle del plan para propiciar el encuentro entre Victoria y Leandro. La excusa perfecta llegó en forma de una gala benéfica organizada por los Bradford. Victoria, ajena a las verdaderas intenciones de sus padres, se mostraba entusiasmada por asistir. Para ella, era una oportunidad de escapar del aburrimiento y disfrutar de una noche glamorosa.

La gala fue un despliegue de lujo. Las paredes del gran salón estaban adornadas con arreglos florales exquisitos, las mesas rebosaban de manjares y los invitados, ataviados con trajes y vestidos de alta costura, conversaban animadamente. Leandro llegó acompañado de sus padres, con una elegancia que no pasó desapercibida. Alexander se aseguró de presentarlos de manera casual, como si el destino los hubiera reunido por simple coincidencia.

Cuando Victoria y Leandro se encontraron por primera vez, algo imperceptible pero poderoso pasó entre ellos. Victoria, aunque desconfiada por naturaleza, no pudo evitar sentirse intrigada por el joven. Leandro, por su parte, reconoció en ella una chispa que no había encontrado en ninguna otra persona. A partir de ese momento, el plan de los Bradford y los Montenegro empezó a dar frutos, pero también sembró la semilla de complicaciones inesperadas.




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