La paz de la pequeña casa en Santa Clara, tan palpable el día anterior, comenzó a fracturarse con cada amanecer. Davi, con su aguda percepción, notó el cambio en Tadeu. El brillo en los ojos de su padre, que solía encenderse al hablar de motores o al compartir un chiste, se había opacado. Había una tensión constante en sus hombros, una mirada perdida que Davi a menudo lo sorprendía teniendo.
—Papá, ¿todo bien?—. preguntó Davi una mañana, mientras desayunaban el pan y el café que Arianne había preparado. Tadeu, en lugar de responder, simplemente revolvió su café con la cuchara, su expresión sombría.
—Nada, hijo. Solo... preocupaciones del taller. Sabes cómo son los clientes a veces, piden fiado y luego tardan en pagar— respondió Tadeu, su voz un poco más áspera de lo normal. Intentaba sonar despreocupado, pero Davi no le creyó. Su padre no era de los que se preocupaban por las deudas menores. Había algo más grande, algo más pesado que lo estaba aplastando.
Las "preocupaciones del taller" de Tadeu se manifestaban de formas cada vez más alarmantes. El teléfono fijo, ese viejo aparato de tonos metálicos que rara vez sonaba fuera de las llamadas de los vecinos, empezó a sonar a deshoras. A veces, en medio de la cena, otras, en la madrugada. Tadeu siempre se apresuraba a contestar, hablando en susurros inaudibles para Davi y Arianne, su espalda tensa, su rostro contraído en una mueca de angustia.
Una noche, Davi se levantó para beber agua y escuchó un fragmento de una de esas conversaciones. La voz de Tadeu era baja, suplicante. —Por favor, señor Evandro, le juro que estoy juntando el dinero... Solo necesito un poco más de tiempo. Se lo ruego, no haga nada contra mi hijo, contra mi familia...—
El corazón de Davi se detuvo. Evandro. El nombre se clavó en su mente como una estaca helada. Había oído hablar de Evandro, como todos en los barrios marginales y en el centro de la ciudad. No era un rumor, sino una certeza sombría. Evandro no era un simple prestamista. Era un tiburón, un depredador que se movía en las sombras de la ciudad, tejiendo una red de miedo y extorsión. Su reputación era sinónimo de brutalidad y sin escrúpulos. Decían que quien caía en sus manos, jamás salía ileso. Las historias que circulaban en las calles de Santa Clara, sobre negocios arruinados, vidas destrozadas y desapariciones misteriosas, siempre terminaban con el nombre de Evandro.
Davi se quedó inmóvil, el vaso en su mano temblaba. Su padre estaba en deuda con él. Una deuda que no era solo monetaria, sino que se pagaba con miedo, con alma.
Las visitas también se hicieron más frecuentes. No eran clientes. Eran hombres corpulentos, vestidos con ropa oscura que no se ajustaba al ambiente del taller, sus rostros impasibles, sus ojos fríos. Llegaban en coches de lujo que desentonaban brutalmente con las calles polvorientas de Santa Clara. Aparcaban sin más, y uno de ellos, el más alto, siempre entraba al taller con una expresión que Davi aprendió a odiar: una mezcla de superioridad y amenaza velada.
Una tarde, mientras Davi ajustaba unos frenos, el hombre se paró a su lado, tan cerca que Davi podía oler su colonia cara. Tadeu estaba en la oficina, intentando hacer números.
— ¿Davi, verdad?— la voz era gutural. —Tu padre no está siendo muy cooperativo con el señor Evandro. Se está quedando sin tiempo. Y al señor Evandro no le gusta esperar—
Davi dejó caer la llave, el ruido metálico resonando en el silencio repentino del taller. —¿Qué le pasa a mi padre? ¿De qué habla?—. preguntó, su voz más firme de lo que se sentía.
El hombre sonrió, una sonrisa sin alegría. —Tu padre se metió en un lío. Una deuda considerable. Y ahora... es hora de pagar. Dile que la paciencia del señor Evandro tiene un límite. Y que ese límite se está agotando— Miró a Davi de arriba abajo, sus ojos deteniéndose en sus manos fuertes, en su cuerpo atlético. —Y el señor Evandro sabe dónde vives. Dónde trabajas. Quién eres. Y quiénes son los tuyos—
El mensaje era claro. La amenaza, ineludible. Davi sintió un escalofrío que le recorrió la espalda.
Quiso preguntar más, quiso confrontarlo, pero el hombre ya se había dado la vuelta, entrando a la pequeña oficina donde Tadeu estaba escondido. Pudo oír fragmentos de una discusión acalorada, la voz de su padre llena de desesperación, la otra voz, fría y dominante.
Arianne, ajena a la magnitud del problema, notaba la tensión pero la atribuía al estrés del taller o a los "malos negocios" de Tadeu. —Davi, tu padre se está matando con este taller— le decía una tarde, mientras ayudaba a limpiar. —Necesitamos un cambio. Algo más grande, algo que no nos tenga con el alma en un hilo—. Sus palabras, aunque bienintencionadas, resonaban huecas ante la creciente ansiedad de Davi. Él sabía que no era el taller. Era Evandro.
La angustia de Tadeu era un peso invisible que los ahogaba a todos, aunque él se esforzara por ocultar la verdadera magnitud del problema. Cada noche, Davi se acostaba con la imagen de su padre envejecido, con el terror en sus ojos, y la voz fría de Evandro resonando en su mente. La sombra se hacía más grande, más densa, y Davi sabía que, tarde o temprano, los alcanzaría a todos. No sabía cuánto tiempo les quedaba antes de que Evandro cobrara su "precio"…