La tarde se había teñido de un gris plomizo, anticipo de la tormenta. Una llovizna fina comenzó a caer sobre Santa Clara, transformando el polvo de las calles en barro y silenciando el bullicio habitual del barrio. Davi y Arianne caminaban de regreso a casa desde el mercado, resguardándose bajo un paraguas compartido. El aire estaba pesado, no solo por la humedad, sino por una premonición silenciosa que Davi no podía sacudirse. Tadeu había estado más callado que nunca esa mañana, y las llamadas misteriosas habían sido constantes.
—Al menos esta lluvia limpiará un poco el taller—. comentó Arianne, intentando aligerar el ambiente. Su mano se aferraba a la de Davi, pero él sentía una inquietud creciente en su pecho.
—Sí, o lo dejará más embarrado— murmuró Davi, su mirada fija en el sendero, notando un coche desconocido aparcado a la vuelta de la esquina, a lo lejos. Era demasiado común, demasiado genérico, para ser de alguien del barrio. Simplemente estaba allí, como una mancha oscura.
Al llegar a su callejuela, el corazón de Davi dio un vuelco. La puerta de su humilde casa, esa que siempre estaba cerrada con llave, incluso cuando salían por unos minutos, estaba abierta de par en par. Un hueco negro y ominoso en la fachada, como una boca bostezando en la oscuridad. El viento, que comenzaba a soplar con más fuerza, hacía crujir el marco de madera con un sonido lúgubre.
— ¿Por qué está la puerta abierta?— preguntó Arianne, su voz un susurro de preocupación. Su paso se ralentizó, y Davi sintió cómo su mano temblaba en la suya.
Un silencio sepulcral reinaba. El bullicio del barrio parecía haberse apagado de repente, ahogado por la llovizna. Ni el ladrido lejano de un perro, ni la música de algún vecino. Solo el viento y el crujido de la madera. Davi sintió un frío que no venía de la lluvia, sino del terror que se apoderaba de su alma. La sangre se le heló en las venas.
—Papá...— musitó Davi, y echó a correr, el paraguas cayendo olvidado al suelo. Arianne lo siguió, su rostro ahora pálido y sus ojos muy abiertos.
Al cruzar el umbral, la escena los golpeó con la fuerza de un puñetazo. La pequeña sala, antes el corazón de su hogar, era ahora un escenario de pesadilla. Los muebles estaban revueltos, algunas cosas tiradas por el suelo, pero no había signos de una lucha violenta. Era una escena de un acto preciso, calculado.
Y luego, lo vieron.
Tadeu
Yacía sin vida en el centro de la sala, con la espalda apoyada contra el sofá, su cuerpo ya inmóvil, sus ojos abiertos y vidriosos, fijos en el techo. Una expresión de puro, insondable terror estaba congelada en su rostro, la boca ligeramente abierta como si hubiera intentado gritar una última súplica. No había rastros de sangre, ni heridas visibles que indicaran un ataque físico. Solo la quietud mortal, la ausencia total de vida. Era como si el miedo mismo lo hubiera consumido hasta su último aliento.
—¡Papá!— gritó Davi, arrodillándose junto a él, sus manos extendiéndose pero sin atreverse a tocarlo. El aire se le fue de los pulmones. Intentó respirar, pero su garganta se cerró. Las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro, calientes, incontrolables. —¡Papá, despierta! ¡Por favor, papá!—
Arianne se quedó inmóvil en la entrada, una mano cubriendo su boca, sus ojos llenos de horror. Un grito ahogado escapó de su garganta, pero no pudo pronunciar palabra alguna. Su mirada se fijó en algo sobre el pecho inerte de Tadeu.
Davi, siguiendo la dirección de su mirada, también la vio. Sobre el pecho de Tadeu, pulcra y sin una gota de sangre, descansaba una tarjeta. No era una tarjeta de visita cualquiera. Era gruesa, de un color oscuro, y en ella, en relieve, se alzaba la silueta de un lobo. Un lobo estilizado, feroz, con la cabeza alzada en un aullido silencioso. La insignia de Evandro. Su firma.
No había duda. No había interrogantes. Era un mensaje. Una advertencia. Un cobro.
Davi tomó la tarjeta con manos temblorosas. El peso de lo que representaba lo aplastó. El peso de la deuda de Tadeu, esa que había intentado ocultar, ahora recaía directamente sobre él. Pero no era solo monetario. Era un peso de sangre, de terror, de una vida truncada. Evandro no solo había cobrado su dinero; había cobrado su "precio justo" con la vida de su padre.
Las lágrimas de Davi se secaron en sus mejillas, reemplazadas por una fría y ardiente rabia. Levantó la vista del cuerpo de su padre y miró la tarjeta del lobo en su mano. Una promesa silenciosa, forjada en el dolor más profundo, se instaló en su corazón. Ya no era solo un mecánico, ni un joven preocupado. Era un hijo, un superviviente, y un hombre con un propósito. Evandro había cobrado su deuda, pero Davi juró que ese crimen no quedaría impune. La justicia, la venganza, lo que fuera necesario, la buscaría. No importaba el costo, no importaba el tiempo. La vida de Tadeu había sido el precio, y Davi haría que Evandro pagara el suyo.
El sonido de las sirenas, aún lejanas, comenzó a romper el silencio de la tarde. Arianne, finalmente, rompió en un sollozo ahogado. Pero Davi ya no la escuchaba. Su mente estaba en un lugar oscuro, trazando un nuevo camino que lo alejaría para siempre del taller y de la vida que había conocido. El lobo había atacado, y el cordero, aunque herido, ahora tenía el corazón de un depredador...