Julio César llevaba a la niña en brazos, los paramédicos tras examinarla determinaron que era mejor llevarla a la clínica, Martina no quería separarse de Julio César, algo que a Verónica le desconcertó, pensaba que después de todo él era un recién llegado a sus vidas, Martina apenas lo conocía y mostraba un apego a él que desafiaba lo que ella hubiese pensado, y secretamente: querido. Era egoísta, lo sabía, no era una mujer perfecta, entre sus fallas podía contar su egoísmo, quería a su hija para ella sola.
—La llevo en mi auto. Los sigo —dijo Julio César al conductor de la ambulancia, pues la niña se negaba a separarse de él, se dejó cargar por Verónica que se sentó en el asiento de copiloto.
Verónica la apretó contra su pecho y acarició sus pequeños brazos, la niña estaba decaída por efecto de la medicación, se quedó dormida en algún momento. Verónica entonces recordó las veces que, sola y primeriza, lloraba de miedo cada vez que la niña se enfermaba, corría con Amelia o con la madre de Julio César y ellas la ayudaban calmándola, sabían qué hacer.
Debió reconocer que, aunque Julio César no estuvo presente antes, las comodidades de las que las proveyó hicieron la diferencia en sus vidas, recordó como antes con su abuela no tenía ni un frasco de medicina o una pastilla que ofrecerle para aliviar su dolor.
—Va a estar bien —dijo él sin dejar de mirar al frente, ella se giró a verlo y asintió. Pasó una de sus manos por sus cabellos y los aplacó, se recostó de la ventanilla y cerró los ojos pidiendo a Dios que su hija se pusiera bien.
—Quizás sea una infección de oídos —dijo ella con los ojos cerrados.
—Lo siento, lo siento mucho, debiste pasar por esto antes y sola.
—No. Gracias a Dios, siempre estuvo tu familia y la mía.
—Supongo que también le debo una disculpa a Anselmo.
Ella se incorporó ligeramente y lo observó con detenimiento.
—¿Por qué?
—Él le contó a mi madre.
—Es el más consentidor, siempre ha sido el más consentidor —recordó ella sonriendo.
—Yo no sabría qué hacer, me moriría de miedo, te veo y me siento aliviado.
—Una madre siempre sabe lo que tiene que hacer —respondió orgullosa.
—No lo dudo. ¿Cómo la sientes?
—Tibia. El medicamento está haciendo efecto, espero.
—El clima no ayuda, ha comenzado a llover.
Verónica miró las gotas que caían sobre la ventana, al llegar a la clínica, Julio César entró al estacionamiento y la ayudó a bajar a la niña, la tomó en brazos con seguridad, caminó delante de él siguiendo a los paramédicos.
Los paramédicos se ocuparon una vez entraron a emergencia pediátrica, se abrazó a sí misma y se recostó de la pared desde la que podía ver a lo lejos que atendían a su hija, lloró y se quejó, por lo que Julio César se impuso y pasó con ella a pesar de las quejas del personal.
Revisó su teléfono, tenía una llamada perdida de Anastasia, le devolvió la llamada.
—Prima, ¿cómo sigue la niña?, mi mamá me dijo que estuvo quebrantada.
—Estoy en la clínica con ella, la vieron en casa y valoraron que mejor la traía.
—¿Qué? ¿Por qué no avisas? Ya vamos para allá.
—No, tranquila, estoy con Julio César.
—¿Qué? O ¿Qué? ¿Por qué?, prima tonta que perdona rápido.
Verónica sonrió, Anastasia siempre la hacía reír, la hacía sentir relajada, era esa clase de personas a las que es agradable tener cerca.
—Estaba visitándola y la niña había presentado fiebre, nos trajo.
—Ah, cierto que ahora el señor presidente de Industrias Crawford es un padre abnegado, después de que por casi tres años se hizo el loco.
—Sí, aquí está y no puedo hacer nada para evitarlo. Dile a tu mami que gracias y que a la nena ya la están atendiendo.
—¿Segura de que no quieres que vaya?
—De querer, quiero, pero no harías nada aquí más que entretenerme y tienes cosas que hacer.
—Entretenerte es suficiente.
—No, prima. Quédate tranquila, ha comenzado a llover y está oscureciendo —dijo, se dio vuelta y miró por la ventana del pasillo que daba hacia la calle, se veía la luna y la lluvia que caía suave, pero constante, olía a tierra húmeda, Verónica aspiró el olor y cerró los ojos.
—Está bien, te escribo, quiero saber cómo sigue mi niña.
—Adiós, descansa, Anastasia. —Colgó.
—Verónica —pronunció él en voz baja, a lo que ella se giró.
—Pide por ti. Ya le están examinando.
Ella guardó el teléfono y corrió hacia donde estaba su hija, la apretó contra ella para que dejara de llorar.
—Van a hacer que te pongas bien, lo prometo.
—Oso, mami, no me traje a oso —se quejó con los labios curvados hacia abajo.
—¿Dónde está? Yo lo traigo —dijo Julio César detrás de ella.
—En mi cama —respondió la pequeña.