El presidente

Capítulo 37: Verdades, sin caretas

La siguió hasta fuera de la oficina, Amanda los vio por un segundo y con la discreción que la caracterizaba cambió la mirada hacia el computador con indiferencia. Detuvo a Verónica tomándola por el brazo, entraron a su oficina y cerró la puerta.

—Verónica, qué piensas, ¿qué dices? —preguntó angustiado, mirándola a los ojos, con atención, sintió que no podía ocultarlo más y que mejor iba de frente, sí, le gustaba Verónica Medina, la madre de su hija, la extraña con la que amaneció un día y que aprendió a conocer desde lejos, la mujer que le hablaba con la verdad porque podía verlo como era,

Ella mantenía la mirada gacha y expresión desconectada.

—¿Qué piensas? Dime.

—Me mentiste, dijiste que me traías a trabajar contigo porque era buena.

—Lo eres.

—¿Qué pretendes? ¿Quieres que crea que sientes cosas por mí? Lo haces para molestar a Alejandro y estoy decepcionada de lo bajo que caes, de cómo me usas, soy la madre de tu hija, que supuestamente te importa, no te importa, solo quieres imponerte, porque puedes. No dejaré que juegues con mi hija.

—Me has leído mal. Sí, me importan, me importas como la madre de mi hija, como mujer.

—¿Sí? Yo. —Se señaló de pie a cabeza —, alguien que para ti era insignificante, una arribista, aprovechada y no sé qué cosas más. Sentía tanta pena por mi bebe que estaba siendo rechazada de forma tan brusca, me he arrepentido todo este tiempo de aceptarte la ayuda, y hoy más que nunca, porque ahora te sientes con derecho de venir a nuestras vidas y hacer lo que te dé la gana.

Rompió a llorar, se rompió las lágrimas cubriéndose el rostro con ambas manos.

Julio César no lo había visto así, para él en ese entonces ella no llevaba en su vientre más que una bolsa de sangre, tejido y huesos, sus ojos se humedecieron tratando de imaginar cómo se sintió ella ante sus acusaciones y desprecios.

—Estaba confundido, tenía miedo.

—Yo también —respondió ella cediendo al llanto sin contenerse.

Él chasqueó la lengua, quería abrazarla y decirle que todo estaba bien ahora, pero no estaba seguro de eso, y además había tal distancia entre los dos que un abrazo hubiese sido inapropiado, para él ese contacto físico representaba una barrera enorme, y no se dio cuenta hasta que quiso abrazarla para confortarle. Alejandro podía abrazarla, besarla, y lo odiaba por eso, pero entonces también se odió a sí mismo.

—Soy sincero.

—Como saberlo, no te conozco. ¿Por qué volviste? ¿Qué quieres?

—Vi a la niña, el día que nació, estuve allí, la vi. —soltó aire y apoyó las manos en la silla cercana, sus labios temblaban y su corazón estaba acelerado.

—¿Qué?

—Volé desde Estados Unidos, vi cuando la llevaron hasta el retén, vi su nombre, la vi. La vía cuando la bautizaron, la vi otras tantas veces, era una bebé hermosa y alegre. —Lloró —, lo que sentí se parecía a un vacío en el pecho dejado por el disparo de un cañón, supe que quería cargarla, tomarla entre mis brazos, pero no sabía cómo, no entendía por qué me sentía así.

—¿Por qué no te acercaste?

—No estaba listo, no entendía por qué me sentía así, no quería gestionarlo, me conformé con verla de lejos, y te vi Verónica, te veía pasearla en el parque, caminando con ella de la mano, enseñándola a caminar, columpiándola. Nunca pediste nada, nunca exigiste nada, debí amenazarte para que aceptaras el aporte que como padre me sentía obligado a hacer.

—Admito que hizo la diferencia en nuestras vidas, no le ha faltado nada.

—A mí me ha faltado todo, sé que me entiendes y me lees, no tienes buena lectura de mí y eso está perfecto porque sí, soy un torpe, un imbécil, pero ¿Crees que quiero serlo? ¿No sé cómo no ser esto?

—¿Y crees que yo tengo la cura mágica?

—Eres…

Quería decirle un millón de cosas, más no salía una sola de su boca, tenía su mente bloqueada y su cuerpo entumecido, no podía moverse, las ideas no fluían, no estaba acostumbrado a ser y sentirse vulnerable, también tenía miedo, de estar haciendo el ridículo, de descubrir sus sentimientos y de ser rechazado, de verse débil e incapaz. Sentía mucho y no podía poner en palabras nada de lo que sentía que lo comía por dentro.

—Julio César, yo debo irme, acabo de decidir que es mejor que renuncie. Un cliente me había ofrecido trabajo, no lo acepté porque estaba cómoda aquí y, además, sería una deslealtad, pero en vista de las circunstancias, es mejor que me largue de aquí, es lo mejor para todos.

—No, no es necesario, no te obligaré a estar a mi lado, pero no quiero que estés al lado de Alejandro tampoco.

Habría preferido no decir eso, sin embargo, no pudo contenerse. Ella chasqueó la lengua y le sonrió de medio lado.

—¿No puedes evitarlo? ¿No?

—Te quiero en mi vida, quiero a Martina en mi vida, no pido mucho.

—Pides demasiado, me tratas como si fuera algo, un objeto, una cosa que puedes cambiar de lugar.

—Has cambiado tanto.

Ella alzó los hombros.

—Es la segunda vez que me lo dices, como si no lo esperabas, ¿qué crees que pasa cuando una se ve forzada a un cambio de vida? Yo era tonta, te veía como un príncipe encantado, como alguien superior e inalcanzable, te respetaba de cierto modo, casi hasta sentí que profane tu casa y tu cama, me hiciste sentir como una cucaracha que no estaba a su altura, y después del desprecio y cómo me ignorabas. Me dolió mucho, demasiado, aprendí a ser fuerte porque una niña venía en camino y dependería de mí. Sí, cambié.



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En el texto hay: hijos, oficina, custodia

Editado: 16.12.2025

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