Un año después.
César Augusto y el resto de su banda afinaban sus instrumentos, Verónica los miró ilusionada desde la ventana de su habitación, suspiró al mirar alrededor y recordar que en pocos días se mudaría allí con Martina y con Julio César, como su esposa.
—¿Te quedó bien la puntada que le di al vestido? —preguntó Migdalia que mantenía hilos y agujas en la mano, Amelia se los quitó y los guardó.
—Quedó perfecta, mujer, deja los nervios, la que se casa es ella, no tú.
—Con mi hijo.
Las mujeres se rieron.
—Ayuda con la pequeña Martina, engordó mucho, no le queda este vestido —gritó Anastasia. Martina estaba acostada en la cama con su atención en un juego en la Tablet.
Migdalia sacó aguja e hilo y corrió hacia ellas.
—Yo me ocupo. Nunca creí que vería este día, en serio, pensé que mi hijo de verdad no se casaría nunca, yo, ay, no… para qué les digo.
—Ay, Migdalia, yo creí que mi hija nunca duraría más de seis meses con un muchacho y ya lleva un año con tu hijo.
—Mamá —gritó Anastasia molesta.
Verónica se acercó y le quitó la Tablet a Martina. La niña se quejó.
—Levántate, Martina, ya estoy vestida, todas están listas ya, y a ti ese vestido te queda bien, pero estás echada allí, levántate para que tu abuela te vea.
La niña se levantó y cayó al suelo, se dio media vuelta, el vestido le quedaba algo ajustado, pero se veía perfecta, tenía su cabello oscuro amarrado en una cola alta, su vestido era blanco como el de su madre, aunque el de su madre era corte princesa.
—Te ves bella, hija.
—Gracias, mami, tú también, todas —dijo dando vueltas y saltando mientras se miraba los zapatos con brillantes.
Tocaron a la puerta.
—Hola, busco a mi hija —dijo Julio César al otro lado de la puerta, Verónica sintió como su corazón dio un vuelco, le pasaba siempre que escuchaba su voz, cuando llegaba de la oficina, y la despertaba en las mañanas.
—Sí, ya te la pasamos, no mires —dijo su madre.
—Papi, papi, papi.
—Me daré la vuelta, pero es que Carmen dice que la necesita para prepararla como la pajecita.
—Que le apriete el cinturón del vestido, no nos dio chance a nosotras.
—Yo mismo lo hago.
Migdalia acercó a la niña hasta la puerta y la abrió con cautela, hizo pasar a Martina y cerró la puerta.
—Mi hijo se ve muy guapo, te vas a enamorar —bromeó con Verónica.
Verónica cerró los ojos y afirmó.
El último año había sido uno de los mejores de su vida, se tomaron un tiempo después de que Julio César renunciara a Industrias Crawford. Viajaron a por el caribe con la niña, luego tomaron otro viaje con las dos familias, por un tiempo Verónica era la única que trabajaba y él se ocupaba de la niña, la llevaba al colegio, cocinaba y la atendía en casa con las tareas, más tarde cuando él comenzó a ir a terapia, se vio listo para comenzar a trabajar.
Ese servicio que le ofreció a Gabriela como asesor de Industrias Crawford, se convirtió en una empresa de consultoría, pronto contrató un par de asistentes, luego a especialistas en tributos, contabilidad, procesos, abogados hasta convertirlo en una firma donde trabajaban ya treinta personas.
Le rogó muchas veces a Verónica que se uniera a su equipo, pero ella prefería mantener un camino separado al de él profesionalmente, Julio César tenía ya muchos clientes y viajaba constantemente, él estaba escribiendo un libro sobre liderazgo y productividad, estaba por publicar uno sobre compañías emergentes que prometía ser la sensación del mercado, acababan de comprar una casa con un jardín, cuatro cuartos y una pequeña piscina, lo que lograron tras vender el resto de sus inmuebles, préstamos y ahorros en conjunto, su nueva casa era después de Martina, su mayor orgullo.
No podía creer a veces la suerte de su vida, se encontraba cualquier domingo discutiendo con Julio César porque era demasiado estricto con la limpieza de la casa y hacia limpiar los enormes ventanales de su apartamento, lo que ponía a Verónica nerviosa, solía sacar a la niña de casa cuando tocaba mantenimiento de ventanas, de pronto, dejaba de discutir y lo besaba en la mejilla con intensidad.
—¿Y eso?
—Te amo, te sufro, pero te amo.
Él sonreía y le devolvía el beso.
Se sentó en la cama y sonrió recordando el día que le pidió que se casaran, visitaban una tienda de mascotas porque Martina quería un perro, él no estaba de acuerdo y ella sí, la niña estaba emocionada, pero no se decidía por ninguno, todos le parecían feos, o muy grandes, o muy pequeños.
—Martina, ¿vas a querer el perro sí o no? —la increpó su padre.
La niña se cruzó de brazos y negó.
—Quiero un gato.
—No —dijo Verónica negando con la mano —, de ninguna manera. No.
—Quiero un gato…gato…gato…gato…
—Niña. Que no, qué gato no —dijo Verónica molesta.