El Que No Pude Tener

Capítulo Tres: Su nuevo hogar

 

EN EL PISO DONDE NOS encontrábamos ahora, estaban los dormitorios de las gemelas, me informaba Arudhita, sin abrirla.

—Ya tendrá tiempo de recorrerlas, —añadió pasando de largo—. La siguiente era de una tal tía, Priya, seguido del dormitorio de Rania, hija de esta. Arudhita se detuvo dramáticamente frente a la puerta. No pude evitar notar en ella la mueca de desdén que hizo al pasar delante de la puerta. La tercera, era la sala de estudios de las gemelas majestuosamente equipada con pupitres, pizarra, velones de bronce de tres pies, alfombras cubriendo mayor parte del vasto suelo... más cojines y puf. Esta habitación si me la mostró. Sabía que sería mi claustro, mi lugar de trabajo, pero estaba contenta, y no podía esperar a impartir las clases. Después de salir de la habitación, llegamos a una última puerta al final del pasillo. Arudhita hizo una pausa, su mano demorándose en el pomo de la puerta.                                                                       

—¿Esta sería mi habitación? —Pregunté.                                                                             

—Sí, y espero que sea de su agrado, —Giró el pomo, las bisagras crujieron un poco, pude notar que esta puerta era diferente a las otras. Mi puerta era simple, hecha de palisandro macizo, las otras tienen puertas dobles, pero no me importó.                                                                                                    

La señora Yoganada entró primero, caminando hasta el centro de la habitación y como una excelente anfitriona se giró, orgullosa por todo lo que poseía, señalando su generosidad. Después de unos breves segundos me di cuenta de que ella me estaba mirando, esperando mi reacción.                          

—Es maravillosa— dije con genuino entusiasmo.                                                        

—Lo es ¿verdad? —respondió, —hasta me pareció verla estremecerse de placer. —Y tiene a su disposición más de una docena de libros en inglés, y sobre nuestra cultura. Supongo que como profesora le debe encantar leer, a nosotros nos gusta, y a los chicos también… sin embargo, a las mellizas... las tengo que obligar hacerlo, no siempre, pero a menudo... pero que se puede esperar de dos jovencitas que piensan demasiado en tonterías y enfocan menos en los estudios.                                                            

¿Los chicos? me dije. Pensé que solo tenían dos hijas. Por lo que decidí preguntar, con delicadeza. —¿En serio? Crel entender que solo tenía a las gemelas. ¿Tiene más hijos?                                                         

—Oh si, dos chicos... Un chico, quiero decir, no sé en que estaré pensando, —dijo llevándose una mano a la cabeza. —Aunque ya es un hombre, nuestro Zachil, —dijo con un tono de satisfacción materna­l, —pasa más tiempo en la plantación que en casa, lo vemos unos minutos en la mañana y unas horas en la noche antes de la cena y antes de que vuelva a salir hacia... bueno, tendrá mucho tiempo para conocerlos a todos. Y volviendo a la habitación, —se apresuró en decir con un rápido cambio en el semblante, —¿Qué le parece?

—Creo que es más de lo que hubiera podido imaginar. —respondí, contenta de que me respuesta la complacía enormemente.                                                                   

Sus ojos lo expresaban a la perfección. Pero la verdad era, que sí, estaba asombrada con el tamaño de mi dormitorio, la cama de madera alta de cuatro postes con cortinas mosquiteras atadas a los bordes, era el preludio de que los mosquitos serian una compañía nocturna. Me alegré que hubieran pensado en ese detalle. Los coloridos almohadones y cojines a juegos, todo el mobiliario era del mismo tono, madera de caoba labrada, las alfombras cubriendo parte del suelo. ­Una ventana de madera y rejillas de dos hojas en verde, estaba abierta. La escasa fresca brisa de la mañana se filtraba en la habitación.                 

—Es la más pequeña en este piso, pero aquí tendrá su propio espacio, y también baño privado.            

Me acerqué a la ventana, daba a unos jardines, allí abajo, varios hombres regaban las flores, y uno de ellos podaba un árbol de jazmín.                                                          

—Entonces, ¿qué piensa, señorita Sherwood?                                                                                 

—Es perfecto —dije con una gran sonrisa. Finalmente podía sentirme relajada, después de un largo viaje en un estrecho camarote, estaba pensando en preguntarle sobre… cuando una voz detrás de ella desde el corredor dijo: Mahodaya.

                                                                                ***

DETRÁS DE Arudhita Yogananda apareció una joven, debía ser una de las sirvientas, no entendía lo que le estaba diciendo, por supuesto, se comunicaban en su lengua natal. Otra cosa que debería de aprender, me dije. El idioma. Sabía que la familia Yogananda hablaban un perfecto inglés, pero no por ello, daba por asumido que el personal lo hicieran también. Yo era la extranjera de aspecto diferente y de lenguaje nada familia. Intentaría aprender algunas palabras, lo básico, para poder comunicarme con ellos si alguna vez la ocasión lo requería.                                                                                                            

Fijándome un poco más en la joven, está vestía saree, pero nada espectacular ni colorido, su atuendo era de una calidad más, acorde a las tareas domésticas del día a día, de colores neutrales, su pelo largo lo llevaba atado detrás de la cabeza en una gruesa trenza y noté que llevaba una línea roja de Sindoor, desde el comienzo de la frente. Casada, pensé, pero parecía joven, demasiado joven, no parecía aparentar ni los veinte años, pero una vez más, la tradición aquí era muy diferente. La época de casaderas no tenía fecha de calendario, mientras hubiera un matrimonio arreglado entre dos familias, la edad no suponía impedimento, tarde o temprano la joven se convertiría en mujer y el resto, sería historia.                




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