El recuerdo invernal de Nicolás Miranov

1.

Marisol

Salió del edificio del colegio y, estremeciéndose por el frío, se cubrió el rostro con su bufanda de lana azul. Apresuró el paso en dirección a la residencia estudiantil. La calle estaba helada y, después de pasar horas en las frías aulas del colegio, caminar otro kilómetro y medio no le hacía ninguna gracia, así que decidió tomar el tranvía.

Era su primer invierno en una gran ciudad. Todavía había cosas que le resultaban difíciles. Por ejemplo, relacionarse con tanta gente desconocida y recordar tantos nombres. Además, cuando le tocaba volver tarde por la noche, al principio le asustaba hasta su propia sombra. Después de haber crecido en un pequeño pueblo, rodeada de su familia, que la protegía de todo, aquí el mundo parecía un lugar mucho más intimidante. Aunque, poco a poco, iba acostumbrándose.

Hace unos días, el deshielo había derretido la nieve y cubierto las aceras de agua, pero anoche todo eso se congeló de repente con el viento helado del norte. Aunque ahora apenas se sentía, la humedad seguía en el aire, y el frío se colaba bajo la ropa. Las aulas gélidas del colegio, donde la calefacción apenas funcionaba —y eso, no en todas partes—, solo aumentaban la sensación de incomodidad. Para entrar en calor, apresuró el paso, pero no se atrevió a correr: por la mañana ya había notado lo resbaladizo del suelo.

Llevaba consigo su mayor tesoro: la vieja cámara de su abuelo, recién recogida del taller. Y también el más costoso, en todos los sentidos, porque incluso para un pequeño arreglo o un rollo de película tenía que ahorrar durante semanas. Pero valía la pena. Cada foto tomada con ella se sentía como una obra de arte. Amaba la fotografía con todo su ser, desde que tenía memoria. A veces se quedaba inmóvil, sobrecogida por la belleza del momento, y se frustraba si no lograba capturarla en una imagen.

A lo lejos, una silueta llamó su atención. Ella iba bien abrigada: la bufanda le cubría casi todo el rostro, sobre la que asomaba un gorro de lana, y llevaba puesto su viejo pero cálido abrigo invernal. En cambio, aquel hombre extraño vestía apenas un abrigo ligero, sin guantes ni gorro. Su calzado —unos elegantes zapatos clásicos, claramente caros— no parecía nada adecuado para el frío. Solo de verlo le daba escalofríos. Pero había algo en él que le hizo contener el aliento.

Se quitó un guante y buscó su teléfono en el bolso, pero el frío había agotado la batería. Frunció los labios con frustración, hasta que recordó que aún tenía con ella la cámara de su abuelo. La película era demasiado cara para desperdiciarla, pero… en ese instante sintió una necesidad irrefrenable de tomar aquella foto. Justo detrás del hombre, un tranvía avanzaba en la dirección opuesta, como la última pieza que faltaba en la escena perfecta.

Sin darse cuenta, levantó las manos y presionó el disparador. Como en un sueño. Solo que despertó de golpe al escuchar el sonido del obturador. El hombre se giró de inmediato y la miró con unos ojos afilados y penetrantes. Lo veía a través del objetivo y, de repente, sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Estuvo a punto de soltar la cámara de la impresión.

—Perdón… —las palabras salieron solas, junto con la súbita comprensión de que fotografiar a un desconocido en una calle casi vacía no había sido la mejor idea. Su voz quedó ahogada en el estrépito del tranvía. El hombre frunció el ceño y dio un par de pasos hacia ella.

—No sé qué me pasó… —balbuceó, dando un paso atrás—. Es solo que… se veía tan bien con la nieve de fondo… Me gusta mucho la fotografía y… Perdón, yo…

—Espere —la interrumpió él—. ¿Eso es un… Contax II?

—S… sí… —asintió ella con cautela, apretando la cámara contra su pecho sin saber si ya era momento de salir corriendo.

—Vaya… —los ojos del hombre se agrandaron antes de esbozar una sonrisa—. Una joya.

El tranvía se detuvo, y él giró la cabeza un instante para mirarlo antes de volver la vista hacia ella.

—No se asuste tanto, me dedico profesionalmente a la fotografía —dijo en tono más relajado—. Al principio pensé que era periodista o algo por el estilo, pero… no parece ser el caso.

Su mirada volvió a recorrerla, y de pronto ella tomó conciencia de su abrigo viejo, de su ropa gastada. Sintió un ligero nudo en el pecho.

—Quiero decir, nunca he visto un paparazzi con una cámara de colección —añadió él, con una media sonrisa—. ¿O acaso sí lo es?

Le lanzó una mirada escrutadora, y ella sintió una extraña tensión en el aire.

— Solo soy estudiante del colegio que está aquí cerca… — empezó a decir, pero de pronto se dio cuenta de que quizá estaba frente a alguien famoso. Él había mencionado a los periodistas y paparazzi, y la idea la llenó de temor. Apenas estaba en su primer año y no tenía ni idea de quién podía ser, pues había llegado a la ciudad hacía poco.

— ¡De verdad lo siento mucho! ¡Perdón! No quería… Es decir… Puedo darle la foto cuando la revele. Si le interesa… O… puedo darle el rollo… Acabo de poner uno nuevo… — Su voz se fue apagando mientras su mente se enredaba en pensamientos caóticos. Sintió un nudo en la garganta, y la desesperación le llenó los ojos de lágrimas.

Había ahorrado durante meses para comprar esa película, y tener que entregarla así era lo último que quería hacer. Pero tampoco sabía cómo salir de esa situación.

— Tranquila, tranquila… — la voz del hombre se volvió confusa y un poco más suave—. ¿De verdad la asusté tanto? No llore, por favor. Es solo que, bueno… me toman fotos sin permiso todo el tiempo, y eso es algo que no soporto. Pero es la primera vez que lo hacen con una cámara de película. Y con semejante joya… — Sonrió con un gesto más relajado y sacó un paquete de pañuelos de papel del bolsillo, tendiéndoselo—. Tenga. De hecho, podría decir que es un honor que haya decidido fotografiarme así. Al menos esta es una imagen que no me importaría ver en los tabloides.

Soltó una breve risa, una de esas que recorren la piel como un escalofrío.




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