Nicolás
Nicolás caminaba por la ciudad nevada con emociones contradictorias. Para empezar, el día difícilmente podía considerarse bueno. El clima lo había obligado a cancelar dos reuniones, y todos sus planes se habían desmoronado. Debido al hielo en las calles, hubo varios accidentes, y la mitad de la ciudad estaba atrapada en un colapso de tráfico. Él mismo había pasado más de una hora y media en el coche antes de decidir que lo mejor era dejarlo y seguir a pie, si es que quería alcanzar a hacer algo hoy.
Por otro lado, la cena familiar también había sido cancelada por el clima. Y eso era más una buena noticia que una mala.
Y, por último, su esposa había anunciado por la mañana que estaba harta del frío y las calles resbaladizas, así que en la noche haría sus maletas y se iría a algún lugar cálido a disfrutar del sol. Sus palabras le habían sonado casi como música. Media hora atrás, ella le había enviado un mensaje diciendo que ya tenía los boletos y que tomaría el vuelo esa misma noche con una amiga. Él se había quedado un momento observando por el parabrisas cómo el viento arrastraba los copos de nieve. Luego, maniobrando entre los autos detenidos, dejó el suyo en algún patio y continuó a pie.
El clima no era para cualquiera: viento helado, nieve convertida en una pasta congelada en las aceras, carreteras mojadas y resbaladizas. Y, sin embargo, de pronto todo aquello le pareció hermoso. Incluso agradable.
Iba sin gorro, con su abrigo marrón oscuro y una bufanda de un verde profundo. Solo llevaba consigo el teléfono y la billetera.
Caminar le tomaría unos cuarenta minutos, y el clima no era precisamente agradable, así que, al llegar a la parada del tranvía, se quedó pensativo. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que subió a uno? Probablemente desde aquellos días en que trabajaba en una cafetería y se rebelaba contra su padre y su excesiva protección.
Le dieron ganas de reír. Qué tiempos aquellos.
Más tarde, cuando se convirtió en copropietario, solo iba de vez en cuando, para distraerse y asegurarse de que todo funcionara bien desde dentro.
Habían pasado muchos años, y ahora aquí estaba: su todoterreno abandonado en algún patio, y él a punto de subirse a un viejo tranvía fabricado en tiempos soviéticos. Sonaba casi como una aventura divertida.
El frío empezaba a filtrarse bajo su abrigo, diseñado más para viajes en coche que para largas caminatas, pero no le molestó. Además, la nieve había comenzado a caer con copos grandes y pesados. Sin darse cuenta, se quedó observándolos, abstraído.
Marina solía emocionarse como una niña al ver nevar, y Olesia y Marijka siempre le pedían que las llevara a la pista de hielo. ¿Le llamarían esta vez? ¿O se lo pedirían a Román? ¿Y cuándo fue que ellas se convirtieron en una familia más cercana que sus propios padres o su esposa?
Esa idea le dejó un regusto agridulce.
El sonido familiar del obturador lo sacó de sus pensamientos. Tardó un instante en darse cuenta de qué había de extraño en él, pero su cuerpo reaccionó antes que su mente: giró la cabeza en busca del culpable.
No había muchas personas en el mundo a quienes permitiera fotografiarlo sin consecuencias.
Entonces la vio: una figura femenina con una cámara en las manos.
Desde algún punto detrás de ella, el ruido del tranvía apagó parcialmente su voz, pero había algo en la imagen que no cuadraba. Y entonces lo entendió.
No era una cámara cualquiera.
Era un viejo modelo de película. Uno que conocía bien. Alguna vez había intentado conseguir uno similar. Un conocido suyo tenía uno en su colección de piezas de época. Y aquello, sin duda, no era lo que esperaba ver en una situación así.
Dio dos pasos hacia adelante y notó que ella temblaba.
Cuando apartó la cámara de su rostro, vio que era apenas una niña. ¿Tal vez una colegiala?
— No sé qué me pasó… — alcanzó a oír su voz, un poco temblorosa—. Es solo que… se veía tan bien con la nieve de fondo… Me encanta la fotografía y… Perdón, yo…
— Espere, — la detuvo sin saber muy bien cómo calmarla. — ¿Eso es un… Contax II?
— S… sí… — asintió la chica y abrazó la cámara contra su pecho, como si él fuera a arrebatársela.
— Vaya… una reliquia.
El sonido del tranvía deteniéndose lo hizo girar la cabeza, pero no era el número que esperaba. Miró de nuevo a la chica, aún visiblemente asustada, y trató de relajar el ambiente:
— No se preocupe tanto. Me dedico profesionalmente a la fotografía. Al principio pensé que era periodista o algo por el estilo, pero… no parece ser el caso.
Su mirada recorrió su ropa: nada en su estilo coincidía con el mundo que acababa de mencionar. En realidad, parecía apenas una chiquilla.
— Quiero decir, nunca he visto a un paparazzi con una cámara de colección. ¿O acaso…? — Se le cruzó por la mente la idea de que tal vez intentaba ganar dinero vendiendo su foto a algún medio. O quizás era una bloguera dispuesta a subirla a internet.
— Solo soy estudiante del colegio que está aquí cerca, — hizo un gesto con la mano en dirección opuesta.
Él recordó que, en efecto, había un colegio por ahí. En ese instante, la chica volvió a estremecerse.
— ¡De verdad lo siento mucho! ¡Perdón! No quería… Es decir… Puedo darle la foto cuando la revele. Si le interesa… O… puedo darle el rollo… Acabo de poner uno nuevo…
Las lágrimas le empañaron los ojos, y eso lo descolocó por completo. ¿En serio la había asustado tanto con su expresión seria?
Marina, Román e incluso sus empleados siempre le decían que su mirada imponía miedo. Aunque a veces lo usaba a su favor, siempre había creído que tenía más que ver con su estatus que con su rostro en sí.
— Tranquila, tranquila… — intentó calmarla al fin. — ¿De verdad la asusté tanto? No llore, por favor. Es solo que me toman fotos sin permiso todo el tiempo, y es algo que no soporto. Pero esta es la primera vez que sucede con una cámara de película. Y con semejante joya…