El Regreso del pasado

Capítulo 8 : Amargo como tu

Dalton

Me irrita admitirlo, pero Cassandra trabaja bien. Demasiado bien. Cuando regresé de una reunión con el equipo de producción en turno, mi escritorio ya no parecía el campo de batalla que suelo tolerar. Absolutamente todos los documentos estaban apilados por fechas, codificados por colores, con separadores nuevos y carpetas que no recordaba tener. Cada orden de producción llevaba una nota adhesiva con el lote, la desviación mínima y un “verificado” con sus iniciales.

Abrí una de las carpetas al azar, esperando encontrar algún error, pero no pude evitar soltar una risa de incredulidad cuando vi que incluso había corregido una cifra mal transcrita en la planilla de pasteurización.

Sujeté con fuerza el documento al notar que también había sumado una enmienda para calidad y adjuntado una etiqueta de trazabilidad que, sinceramente, yo habría pasado por alto porque confío más en la memoria que en el papel.

No había nada que decir, ella lo dejó todo tan claro que cualquiera —incluso yo— podía seguir el rastro con los ojos cerrados.

Me acomodé la corbata, mientras la molestia bullía dentro de mí. Sentí la mandíbula apretada por la soberbia de tener que admitir que ella era eficiente. Era obvio que todo esto lo hacía para demostrarme algo, para exhibir que no iba a ser una carga. Y lo consiguió. Por eso me molestaba incluso más que si hubiera fallado en todo.

La llamé desde la puerta, serio, sin darle la satisfacción de una sonrisa. Llegó con el cabello recogido en una coleta alta, los ojos brillantes y esa expresión de “dime qué sigue” que a cualquiera le parecería admirable. A mí me resultaba peligrosa.

—Si ya terminaste de jugar a la secretaria perfecta —dije, apoyándome en el borde del escritorio—, tráeme un café. Fuerte. Que te vayas aclimatando.

Esperé la réplica ponzoñosa. En lugar de eso, asintió con una calma que me desconcertó.

—¿Azúcar, señor director? —preguntó, con una inclinación teatral de cabeza—. ¿O prefiere endulzante?

—Solo —respondí, seco, para cortar el espectáculo.

—Ya se lo traigo —replicó—, señor…

Después de esas palabras, se dio media vuelta y se marchó. Habían pasado cinco minutos cuando volvió con una taza humeante, impecable, con plato y cucharita.

La cogí sin mirarla y di un sorbo generoso. El líquido me golpeó la lengua como un martillo. Aquello no era café: era alquitrán hirviendo. Lo escupí de inmediato en la papelera de al lado, carraspeando como si me hubieran arrojado carbón en la boca. Cassandra se cruzó de brazos, triunfal, sin disimular el hoyuelo insolente que se le hace cuando sonríe de verdad.

—Tal como lo pidió, Dalton —canturreó—: amargo. Tan amargo como usted. Eso sí, si decidiera contratar a alguien más para hacer las cuentas, todo estaría hecho un desastre.

—Claro, y tú eres muy buena en eso, ¿no? —le dije molesto, aunque sabía la respuesta.

—Soy bastante buena. No solo me valí por mí misma y por mis hijos durante estos últimos años, sino que trabajé más de lo que has hecho tú en toda tu vida.

La miré con los ojos entornados, dispuesto a decirle o rebatirle cualquier cosa, pero no había forma de hacerlo. No cuando tenía toda la razón. Ella miró su reloj ante el silencio que nos envolvió.

—¿Crees que por hacer un par de cuentas tienes derecho a hablar de mi vida?

—No. Como tú tampoco tienes idea de la mía como para cuestionarme —respondió, como si ya estuviera todo dicho—. A este café —señaló la taza— le faltan tres cosas, justo como a ti: paciencia, humanidad y media cucharadita de azúcar. —Sonrió—. Pero tranquilo, ser un agrado es lo único que puedes cambiar, porque la paciencia y la humanidad no vienen en sobres.

—¿Y a ti te sobra todo eso, entonces? —dije por puro orgullo—. Tú, que hiciste la vida de tu hermana un infierno, que te acostaste con su prometido solo para molestarla y que tienes dos hijos de algún hijo de puta que solo tuvo que decirte un par de cosas lindas para que te abrieras de…

—No cruces la línea. Y sí, fui una maldita desgraciada, Dalton, pero mírame ahora: tengo más de lo que tienes tú —me acusó—. Y puede que no me vaya tan bien, pero prefiero el amor de mis hijas y el trabajo duro a una vida fácil como la tuya, porque tú realmente no tienes nada tuyo, ¡nada!

No pude decir nada. De algún modo, ella estaba ahora a centímetros de mí y, aunque su rostro estaba sonrojado de ira, yo solo podía pensar en lo bien que se veía aquel tono en su pálida piel. Odiaba su lengua afilada y venenosa. Cassandra siempre fue así: capaz de hacer o decir lo que quisiera.

—Bueno, asumo que tendré tiempo para comer —dijo, como quien comenta el clima después de semejante discusión—. Son casi las dos.

No pude negarlo. Maldita sea. La jornada había volado entre auditorías y ajustes de línea, y, en efecto, ella había estado cargando cajas, etiquetando y corrigiendo números sin descanso.

—Sí, puedes usar el comedor de la fábrica, solo pide mi ticket y…

—¡Cassandra! —Marcos apareció en el umbral como si lo hubieran convocado mis demonios, interrumpiéndome—. Vamos, ya está servida la carne estofada con ensalada de papa y el yogur nuevo de frutos rojos. Te guardé una mesa.

Cassandra me lanzó una mirada de desdén antes de salir por la puerta sin siquiera pedir permiso.

Me dije que no tenía por qué molestarme en absoluto. Ella no era mi subordinada directa, más bien era una orden que acepté con mala gana y con límites claros.

Aun así, algo en la forma en que Marcos le ofreció el brazo, como si se tratara de una invitada de honor, me calentó la sangre.

La vi desaparecer pasillo abajo, ligera, con ese andar que mezcla incendio y desafío. Así que, antes de notar lo ridículo del impulso, ya había tomado mi credencial y salido detrás.

La seguí hasta el comedor y atravesé la puerta. El murmullo animado se convirtió en silencio cuando entré y sentí las miradas clavadas en mí. No venía jamás al comedor; siempre estaba ocupado o intentando mantener los rangos con todas las personas bajo mi mando. Pero por algún motivo había sido tan estúpido como para pretender que nadie notaría mi presencia si venía al comedor.




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