El Regreso del pasado

Capítulo 9 : El fuego en tus ojos

Cassandra

El ruido del comedor era un murmullo constante, era agradable, aunque el sonido de los platos o la risa lenta alrededor entorpecían un poco los intentos de entablar una conversación. En especial con Dalton mirándonos a ambos como si realmente pudiera sentirnos felices de almorzar bajo la mirada del jefe. Estaba intentando mantenerme al margen e ignorarlo, pero seguía ahí, molestándome sin descanso con su sola presencia. No obstante, Marcos hacía que las cosas fueran más fáciles. Había sido un viejo conocido, un chico con quien compartí tardes rebeldes, travesuras y un par de secretos que se quedaron en aquel pasado oscuro que nunca me enorgulleció.

Lo miraba sonreír y no podía evitar pensar en lo mucho que había cambiado. Ahora estaba ahí, con su bata de trabajo y una expresión serena que nunca imaginé en él, porque cuando éramos dos marginados no éramos precisamente un par de angelitos.

—¿Y tú? —pregunté mientras picaba la ensalada con el tenedor—. ¿Qué ha sido de tu vida? —sonreí—. La última vez que te vi llevabas una caja de cigarrillos robados y habías dejado plantada a una chica en el baile de graduación.

Marcos me devolvió la mirada, ladeando la cabeza como si midiera si debía decirlo o no. Finalmente, soltó el aire.
—Tengo una hija de tres años —confesó—. Después de que me viste esa noche yo… me enredé en una relación realmente difícil —negó—, tan difícil que ahora ella vive al otro lado del pueblo, con su madre.

—¿Quién? —dije sin poder evitarlo—. ¿Quién? ¡Cuéntame!

—Agatta —declaró bebiendo de su vaso—. Y sí, es esa Agatta.

Abrí los ojos, sorprendida. No lo podía creer. Él, el hijo del borracho más grande del pueblo, el chico al que todos repudiaban y miraban por encima del hombro, ahora era padre. Y no con cualquiera, sino con la hija del excomandante de la policía, la misma que solía ser la intocable del lugar.

—¿Con… ella? —dije incrédula, bajando la voz.

—Sí —respondió con calma—. No funcionó entre nosotros, pero cumplimos con lo que tenemos que cumplir. Yo la cuido, aunque la niña viva con su madre.

Me quedé en silencio unos segundos, atónita. Jamás lo habría imaginado. Antes, él era como yo: un alma en ruinas, el blanco de todas las críticas. Me hizo sentir menos sola, porque ver que alguien como él también había sobrevivido a los juicios del pueblo era extraño… y esperanzador.

—Yo también tengo dos hijos —solté, sin pensar demasiado—. Y son todo lo que quiero en esta vida.

Por un minuto nos olvidamos de la tercera persona en aquella mesa, pero entonces la voz de Dalton irrumpió como un cuchillo.

—Otra estúpida historia de amor fallida, o mejor dicho, un intento de tener más de lo que mereces —se burló desde mi lado—. La única diferencia es que la tuya terminó como todo en tu vida, Cassandra: dejándote a la deriva.

Giré con tanta furia que sentí mis mejillas encenderse. Aquel comentario superaba el límite de mi paciencia, así que no me medí y le hablé con firmeza.

—¿Quién te crees para decir eso de mi vida? —le escupí—. ¿No tienes nada mejor que hacer que arruinarme incluso la hora del almuerzo? ¿Por qué no te vas y nos dejas en paz?

Dalton se encogió de hombros, dejándose caer en la silla como si todo el comedor le perteneciera. Como si su deber en esta vida fuera arruinar mi tiempo.
—Puedo opinar de tu vida porque te conozco. Porque este es mi lugar, Cassandra, y si quiero sentarme aquí, lo hago. Y si quiero opinar, también lo hago. Tú fuiste la que apareció aquí llorando miserias.

Lo fulminé con la mirada, pero él solo tomó uno de los vasos de yogur que había sobre la mesa y lo abrió con calma. La rabia me quemaba por dentro.

—Prefiero estar sola —le dije, levantando la voz más de lo que debía—. Sola y con mis hijos, que al lado de una mujer que lo único que hace es chantajearte y probablemente ponerte los cuernos. Y no vine a llorar miseria, vine porque tengo el derecho.

El silencio se extendió por el comedor. Marcos abrió los ojos, incómodo, y yo me di cuenta demasiado tarde de que había prácticamente gritado. Sentí la vergüenza subir por mi cuello, pero ya no podía retractarme. Me levanté de golpe, dejando la bandeja a un lado.

—Mejor me voy —murmuré, buscando recuperar algo de dignidad—. Después de todo, aún no tengo horario definido, y tú por ahora no eres mi jefe.

Tomé la mano de Marcos y, con un bolígrafo prestado, escribí mi número rápidamente en su piel antes de darle un rápido beso en la mejilla.
—Llámame para que podamos charlar cuando estemos solos los dos —le sonreí, con la voz todavía temblando.

Salí del comedor antes de que alguien pudiera detenerme. El aire fresco del pasillo me golpeó como un balde de agua helada. Caminé rápido hacia el estacionamiento, necesitando escapar, recomponerme, dejar atrás la mirada gris de Dalton que sentía clavada en la espalda. Pero, por supuesto, no podía ser tan sencillo.

—¡Cassandra! —su voz retumbó en el eco del estacionamiento.

Apreté los puños y aceleré el paso, pero él estaba detrás, con pasos firmes, hasta alcanzarme junto a mi auto. Me tomó del brazo, obligándome a girar.

—¿Se puede saber qué demonios fue eso? —rugió—. ¿Crees que puedes gritarme esas cosas delante de todos? ¿Crees que puedes hablarme así, tú a mí?

Lo empujé con fuerza, apartando su mano de mi piel.
—Yo solo dije la verdad y te respondo si me atacas, porque no tienes derecho a tratarme de esa manera —espeté, clavando mis ojos en los suyos—. Y si no te gusta, entonces deja de meterte en mi vida.

Dalton estaba rojo de furia, pero había algo más en su mirada. Ese algo que me quemaba más que sus palabras.

—Bien, ¿y qué sabes tú de mi vida para decir esas cosas, Cassandra? —negó reclamándome—. Nada. No sabes nada, pero siempre fuiste la misma insolente… —su voz bajó, grave, como un gruñido contenido—. Y aun así…

Tragué con dificultad cuando noté que estaba demasiado cerca. Su pecho rozaba el mío con cada respiración, sus ojos bajaron un instante a mis labios y sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Maldita sea. Ese calor que juraba odiar estaba ahí, vibrando entre nosotros.




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