Dalton
Salí del estacionamiento todavía con la imagen de Cassandra grabada en la retina: barbilla alzada, ojos encendidos, esa manera de decir “no me vuelvas a seguir” como si pudiera dictarme la vida.
Me subí a la camioneta sin sentir las manos. El volante estaba helado, pero yo iba hirviendo. No por la escena en sí —puedo con gritos, puedo con puertas cerrándose—, sino por lo que me dejó en el pecho: una mezcla indecente de rabia y ganas de quitarle esa expresión con un maldito beso.
Maldije para mí mismo mientras pensaba en que tenerla en la planta no iba a hacer nada que no fuera empeorar mis sentimientos.
Me conozco, reprendería a medio mundo, rompería una junta y terminaría dándole más poder del que ya tiene en mi cabeza.
Así que doblé antes del semáforo y tomé la carretera vieja, la que baja hacia el pueblo. Estacioné justo frente al bar de siempre, con la única diferencia de que no solía tener mucho público a esa hora del día, pero yo necesitaba un trago.
Empujé la puerta y el aroma característico del tabaco mezclado con licor me envolvió. El dueño me saludó con la cabeza, me dejó pasar sin ceremonia y me dejó sentar en la mesa que ya debería tener mi nombre.
—Lo de siempre —dije, ya sentado— y unos pistachos.
El camarero se alejó por un par de minutos y luego la calma llegó en un vaso con hielo y whisky barato. No vine a tener gusto, vine a olvidar un rato lo que era mi vida.
Cerré los ojos para degustar aquel trago, pero claro, apareció ella, pero no la de hoy, la de hace años, con esa sonrisa de peligro que te promete la caída y te la hace desear.
La primera vez que me acosté con Cassandra estaba desesperado por respirar. Llevaba años viviendo una vida que no había elegido: el apellido correcto, la novia correcta, las cenas correctas con mi padre mirándome como si todo lo que fuera diferente a sus planes fuera una enfermedad. Yo era un caballo de pedigree en su pista, y el pecado era salirse de la línea.
Cassandra fue la primera puerta abierta. O, mejor dicho, la ventana que rompí con una piedra para saltar al otro lado. La vi reírse a carcajadas en un cumpleaños al que ni invitada estaba. Nadie quería tenerla cerca porque “era la hija de la otra” y, según el pueblo, “la mala sangre se pega”. Yo la miré y supe, en el instante, que ahí había libertad.
Por eso me atreví, por eso fui tras ella como un idiota y disfruté cada momento a escondidas que tuvimos, pero sabía que aquello no era otra cosa que un escape sin futuro. Solo que ella fue mucho más rápida y lo arruinó todo para mí.
Nos expuso para pegarle en el orgullo a Rita, para dinamitarle la porcelana a mi familia. ¿Me arrepiento? No. No de besarla. Me arrepiento de lo que vino después.
Porque después se fue. Se largó y me dejó ahí, para que el pueblo hiciera su trabajo: hablar y criticarme.
Cumpliendo con mi deber en una boda que fue mi perdición. Bebí otro trago. El hielo sonó en el vaso como un bofetón lento.
¿Y ahora?
Ahora vuelve y hace mi vida un infierno otra vez, con dos hijos que no sé de quiénes son, pero me molesta imaginar que alguien más pudo tenerla y que quizás fue su culpa que ahora tenga el atrevimiento de amenazarme.
¿Quién demonios se cree?
¿Y por qué, carajo, me altera tanto que me diga que no?
—Mala cara para un mediodía —dijo una voz detrás de mí—. ¿Se rebelaron las vacas o qué?
No tuve que girar mucho. Reconocería ese tono en cualquier parte.
—Muy gracioso Rodrigo —dije con ironía—. Qué milagro, tú en el bar a media tarde, ¿te echaron de la comisaría?
—Nadie puede echar al jefe —dijo sentándose frente a mí—. ¿Ya Rita te hizo caer en la bebida?
—Rita es el menor de mis problemas ahora mismo.
—Entonces es lady problemas quien te tiene así, ¿verdad?
Me reí por la nariz ante sus palabras y la forma de referirse a Cassandra.
—Cassandra es un problema, sin dudas —dijo sin rodeos.
—No quiero hablar de ella —advertí.
—Qué lástima —replicó, tranquilo—. Porque todo el pueblo lo hace y, sinceramente, prefiero que me lo cuentes tú, no el carnicero.
Le di un trago al whisky para ganar tiempo. Rodrigo dejó que el silencio hiciera su trabajo. Al final, solté aire.
—Me jode —dije—. Me jode lo que hace y que haya aparecido aquí para amargarme la vida después de todo este tiempo.
—¿Te jode o te importa? —completó, sin rodeos, el hombre frente a mí—. Porque dicen por ahí que vino prendiendo fuego a todo el que se atreva a decirle algo.
—Se cree que tiene derecho a decir lo que le dé la gana. Está aquí porque no tiene un maldito peso, ¿qué le da el derecho a hablarme o ignorarme? Dime.
—Dalton, tu historia y la suya terminó y, si te comportas como te estás comportando aquí, créeme que tiene derecho a gritarte o amenazarte.
—¿Te pones de su parte? —gruñí—. Sabes cómo terminaron las cosas aquí por lo que ella hizo.
—Tú también lo hiciste, Dalton. No se te olvide que estabas jugando el mismo juego que ella.
—Si vas a decir tonterías, lárgate —dije molesto—. Para sermones y reproches tengo a Rita.
—Como quieras, pero pareces un novio recién dejado y tengo que recordarte que eres un hombre casado y que, lo quieras o no, ella es tu cuñada —me miró— y se va a quedar por un buen tiempo por aquí controlate.
Vi a mi amigo ponerse en pie y salir del bar, dejándome completamente solo una vez más. Golpeé la mesa con enfado antes de pasar mi mano por mi barba con molestia.
Ella me estaba volviendo loco y solo llevaba un par de días aquí. No podía imaginar cómo sería tenerla todos los días en casa, en el trabajo tan cerca, con esa actitud tan altanera que me provocaba demasiadas cosas que no debería sentir.
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Editado: 04.10.2025