Cassandra
El día me pesaba en los hombros como si llevara un costal de piedras. Después de todo lo que había soportado en el trabajo, lo último que necesitaba era cruzarme con Dalton. Pero ahí estaba, paseando entre los pasillos como si fuera el dueño del mundo, lanzando órdenes, miradas y reproches disfrazados de profesionalismo. Cada palabra suya me pinchaba en el orgullo.
¡Quería volver a casa!
No sé en qué momento dejé de escuchar sus instrucciones y empecé a mirarle las manos. Esas mismas manos que una vez me empujaron al borde de la rabia y el deseo. Maldije en silencio tener esos recuerdos aún en mi pecho. Salí de la planta con los nervios crispados y el corazón galopando por pura impotencia.
¿Por qué tuve que volver aquí?
¿Por qué no pude cuidar a mis hijos por mi cuenta?
Me lo pregunté una y otra vez mientras encendía el auto, dispuesta a volver al único lugar donde me sentía segura: junto a mis hijas. Lo único que realmente puedo decir que he tenido en esta vida. Quería dejar atrás todo lo que representaba estar allí.
Ellas eran lo único que me mantenía cuerda en medio del caos. Pero cuando tomé la carretera hacia las afueras del pueblo, la vista me traicionó. A lo lejos, entre los árboles, vi el tejado desgastado y el cerco oxidado de la casa donde crecí. Frené sin pensarlo. El auto se estremeció, y yo con él. Hacía años que no me detenía ahí.
—No lo hagas —me dije en voz baja—. No abras viejas heridas, no tienes que entrar ahí.
Pero el cuerpo no obedeció. Mis dedos buscaron la llave en el llavero, esa que nunca tuve el valor de tirar, como si conservarla fuera la única forma de no olvidar quién era. El portón chirrió igual que antes, con ese lamento que parecía un saludo triste.
Empujé la puerta principal y el aire del pasado me golpeó en la cara: el polvo y la madera vieja. Todo estaba igual: los muebles cubiertos con sábanas amarillentas, las fotos en las paredes torcidas y el reloj detenido a las ocho y cuarenta y ocho. La hora exacta en que mi madre murió. La hora en que todo en esta casa se detuvo.
Me quedé de pie unos segundos, sintiendo cómo el silencio me envolvía. Ni siquiera el polvo se había atrevido a moverse. Caminé hacia la repisa y tomé una de las fotos enmarcadas: mi madre y yo en la cocina, riendo con un pastel mal hecho, los dedos manchados de crema y el corazón lleno de esperanza. La última vez que celebramos algo juntas.
El nudo en mi garganta me impidió respirar. Me senté en el sofá con la foto entre las manos, y los recuerdos se abrieron paso como una marea negra.
Fue esa noche… cuando terminé en el puente, bebiendo con los únicos que me aceptaban. Los que nadie quería ver, las malas compañías que solía frecuentar, solo para evitar estar en mi casa pensando en que todos en este pueblo me castigaban por las decisiones de dos adultos que, de alguna forma, parecían quererse.
La ráfaga de recuerdos se desbordó al pensar en la vívida imagen de Dalton, con su chaqueta limpia, su aire de niño ejemplar y la mirada altiva de quien lo tiene todo.
—¿Qué haces aquí? —le grité—. ¿Viniste a ensuciarte las manos con nosotros? ¿O solo a comprobar que sigo viva para seguir despreciándome? —volteé los ojos—. Vete con tu perfecta familia y tu novia de mierda.
Él no se inmutó. Tomó el vaso medio vacío de mi mano y sonrió antes de beber todo el contenido de un sorbo.
—Solo vine a sacar la basura del río —respondió con frialdad. El grupo se rió, pero yo no—. Aunque quizás me quede un poco por aquí.
—¿Sabes qué eres, Dalton? —le escupí, con la lengua pesada por el ponche especial—. El prometido perfecto de la mujer perfecta. El hijo ejemplar del hombre perfecto. Todo tan limpio, tan puro, tan vacío.
Él dio un paso hacia mí, con los ojos brillando de rabia.
—Y tú —dijo, con una voz baja y venenosa— eres justo lo que nunca debió existir. Eres la mancha que todos intentan limpiar.
Aquellas palabras fueron un golpe seco. Me temblaron las manos, pero el orgullo me mantuvo de pie. Me acerqué hasta quedar tan cerca que pude sentir su respiración contra mi cara.
—¿Eso crees? —susurré, con una sonrisa torcida—. Pues déjame mostrarte qué tan real puede ser un error.
Lo tomé del cuello y lo besé. Un beso furioso, lleno de odio y de deseo. El tipo de beso que deja una marca. Sentí cómo su cuerpo se tensaba, cómo me correspondía un instante antes de apartarse bruscamente. Y entonces, sin pensarlo, lo abofeteé.
—Recuerda esto, Dalton —le dije con la voz quebrada—: yo soy demasiado para un bastardo como tú, mucha carretera para tan poco tráfico.
—Vía pública dirás, porque quién sabe qué te pudo enseñar tu madre.
Aquellas palabras quemaron en mi pecho, mientras él solo me miró sin decir palabra alguna. En esos ojos vi algo que me asustó: no era desprecio, era miedo. Miedo de mí, de lo que podía provocarle. Me di la vuelta y me fui. No miré atrás.
Desde entonces, cada vez que escuchaba su nombre, ese beso y esa bofetada me quemaban como si aún estuvieran ocurriendo. El eco de esa noche me perseguía incluso ahora. De pie, en medio de la vieja sala, podía sentir el olor a humo y a lluvia, el mismo que había en el puente.
Me pasé una mano por el rostro y suspiré.
—Sigues buscando amor donde solo hubo fuego, Cassandra —murmuré, con una risa amarga.
El suelo crujió bajo mis pies. Dejé la foto en la mesa y avancé hacia la ventana. Afuera, el atardecer teñía el cielo de naranja, como si el tiempo se burlara de mí, pintando de belleza los lugares donde solo quedaban ruinas.
Pensé en mis hijos. En su risa, en cómo llenaban el aire de mi casa con vida. Ellos no merecían una madre atrapada en fantasmas. Pero no podía evitarlo. Cada rincón de esa casa era una herida abierta.
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Editado: 02.11.2025