El retorno de los dioses

I: El lago de Tyrse

La oscuridad se ceñía sobre aquel moribundo bosque de manera casi asfixiante. Las ya marchitas y caídas hojas de los árboles soltaban estridentes ruidos bajo el peso de sus rodillas, que acompañaban delicadamente al viento que crujía y movía las aguas del pequeño lago de la ciudad de Tyrse. El mínimo suspiro parecía romper el silencio con un sonido que aparentaba ser demasiado fuerte para la calma que exhalaba el lugar. 

Todo era paz y silencio.

Pero no siempre lo había sido, los gritos de los caídos aún resonaban contra las rocas, la piel aún cosquilleaba ante la magia arcaica que flotaba en el aire; en ese momento, Declan solo buscaba olvidarlos, evadir los gritos e ignorar la magia mientras se aferraba al último aliento de vida de la joven que se hallaba entre sus brazos. La contemplaba con anhelo, casi rogando para que abriera sus ojos aunque fuera solamente para gritarle que había sido descuidado y estúpidamente impulsivo. 

Esperó allí, pero reconocía que era inútil. Ella no volvería. Era consciente también de las miradas desoladas y vacías que todos le daban desde la distancia, suplicando que la soltara. Pero no quería. Era injusto, completamente injusto. Ella no merecía morir. No por salvarlos. No de esa forma.

Las horas pasaban y se sentía incapaz de pensar en otra cosa, el dolor de haber perdido a la única persona que había sido capaz de ver más allá de lo que él era, a la única que realmente pudo considerar una amiga; era insoportable y tan abrumador que ahogaba cualquier otro sentimiento latente. Cualquiera menos la culpa: porque se odiaba, le repugnaba el hecho de no haber sido capaz de mantener la única promesa que realmente le importaba.  Podría jurar por los dioses que intentó hacerlo pero que de todas formas fue inevitable, pero le costaba admitirlo, a pesar de todo, sabía que aquello solo era una excusa, un vano disfraz para su incompetencia. 

Sus pensamientos lo mataban lentamente, casi deleitándose con la tortura que representaban, y se aferró aún más al cuerpo sin vida de la fémina que aún cubierto de tierra, con heridas sangrantes y el cabello un tanto chamuscado; era capaz de hacerle competencia a todas las damas de la realeza.

Otra dolorosa punzada de culpa le atravesó, su ya andrajoso corazón. Fue capaz de sentir la presión de una mano posándose en su hombro para otorgarle un suave apretón de consuelo, mientras que otras dos, alejaban de él, el marchito cadáver.

—Debemos dejarla ir, Dec,  sé que lo entiendes. —murmuró Dalai mientras lo mantenía de rodillas, impidiendo que corriera nuevamente hacia el cuerpo—. Ella se lo merece.

El aroma de la canela y lavanda se disipaba con la distancia y pronto se encontró a sí mismo solo y perdido en medio de aquella infinita oscuridad.

Se despidieron un par de horas más tarde cuando una vieja barca navegó hasta mitad del río y junto a una delicada canción, sobre héroes y dioses, contemplaron al fuego arder con vehemencia. Y así, juntos como se había hecho costumbre, observaron las llamas elevarse hacia las estrellas. 

Aquella noche le parecía lejana como si no existiera realmente, como si solo fuera un sueño borroso, como si no fuera esa misma la que lo oyó gritar, llorar y lamentarse hasta el cansancio, como si fuera otra noche la que lo acunó entre nubes y rayos mientras lo oía susurrar oraciones con la esperanza de que ella regresara. Está de más relatarlo pero nada la trajo de nuevo. 

Aquella noche era una dolorosa ironía; porque fue llorando, dentro un compás sin fin que él mismo trazaba, que los recuerdos florecieron, uno tras otro y por un fugitivo instante fue capaz de recordar la noche en la que quedaron encerrados culpa de una tormenta similar a la que se desataba en esos momentos, recordaba como Dalai con su infinita calma solo había tomado asiento y decidido leer en uno de los viejos sillones, recordaba como leía y relataba sobre monstruos mitológicos, dioses locos, humanos codiciosos y fuentes de la magia, de cómo todo estaba sujeto a un orden caótico, del poder que precedía de los hijos del universo. Recordaba que ella se había detenido en algún punto y susurró de manera casi ausente  que las almas rotas eran las únicas capaces de desatar la magia del caos. Él nunca lo había entendido, ni siquiera comprendía su obsesión con aquella magia tan extraña y había decidido ignorarlo, a pesar de querer indagar en ello, se convenció de que solo eran estupideces inventadas por aquellos seres carentes de magia que buscaban consuelo alguno en su literatura.

Ahora mismo aquello ya no sonaba tan estúpido, las palabras danzaban en su cabeza y empezaban a cobrar sentido, él se sentía roto, destrozado y las rodillas le temblaron cuando se encaminó hacia el lago. Contempló sus manos por un tiempo, en la magia que corría por su cuerpo y solo lo dejó fluir. 

Era como encender una hoguera dentro de sí, una que cada vez se hacía más grande y lo hacía perder el control. Sentía su sangre quemar y, pronto ya no se encontraba en aquel oscuro lugar. Estaban en el castillo, luego montando a caballo, su reencuentro en la Academia, su tiempo en prisión, la despedida en Wipnet y tan rápido como todo llegó, se evaporó y cayó en una eterna oscuridad, en busca de la única cosa que podría traerte de regreso. 

El caos.



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En el texto hay: dioses, accion, magia

Editado: 26.06.2021

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