El sonido del despertador no suena pero ya no lo necesito. Mi cuerpo, por costumbre, abre los ojos unos minutos antes de las siete. La luz de Madrid se cuela entre las cortinas blancas y me roza la piel como si quisiera recordarme que estoy aquí, lejos de todo lo que una vez fui. Me estiro despacio, escucho el silencio del apartamento y pienso que, de alguna manera, ese silencio se ha vuelto mi compañero más constante.
Me levanto con calma. En la cocina, el olor a café recién hecho llena el aire. Lo preparo sin pensarlo, como si mis manos lo hicieran solas, mientras reviso los mensajes del teléfono. Hay varios correos de mi manager, recordatorios de ensayos, actualizaciones del programa del próximo evento. Leo rápido, respondo algunos, dejo otros para después. “Ensayo a las diez. No llegues tarde”, dice uno de los mensajes, con ese tono medio maternal que ya reconozco. Me hace sonreir.
Dejo el café sobre la mesa y miro por la ventana. Madrid despierta despacio, con esa mezcla de ruido y calma que la hace diferente a todas partes. En la calle, la gente camina rápido, algunos corren, otros fuman apoyados en una pared. Todo parece moverse con prisa, pero yo no. Yo aprendí a caminar despacio, a no apurar los pasos cuando la vida se vuelve un torbellino. Quizás por eso el baile siempre me salvó.
El salón de danza no queda lejos. A veces voy caminando; otras, tomo el metro, dependiendo del clima o del ánimo. Hoy quiero caminar. Me gusta sentir el aire fresco de la mañana, ese aire que huele a pan recién hecho y a conversaciones que aún no empiezan. Camino con los audífonos puestos, dejo que la música me lleve, y pienso en lo mucho que he cambiado. En lo mucho que tuve que dejar para llegar hasta aquí.
Recuerdo Valencia como se recuerda un sueño que duele. El calor, las risas, el olor a mango maduro en las aceras. La voz de mi mamá llamándome desde la cocina, los gritos de mis hermanas, los vecinos que saludaban a todos como si el mundo no tuviera prisa. Allí aprendí a bailar. En un pequeño salón con espejos rotos, ventiladores viejos y un piso que sonaba a madera cansada. Es donde empezó todo.
Cierro los ojos un momento, incluso mientras camino, puedo verme: una niña descalza, el cabello suelto, los pies intentando seguir el compás de una melodía que sonaba en un viejo radio. Me veo sonriendo, libre, con esa inocencia que solo se tiene una vez. Y también lo veo a él. A Daniel. Siempre estuvo ahí, mirándome desde el borde del salón, con esa curiosidad tranquila de quien no entiende del todo por qué algo le conmueve.
Daniel. Ese nombre que aún hace eco en los rincones donde no quiero mirar.
Nos conocimos cuando todo era simple, cuando el mundo aún era un mapa por descubrir. Vivíamos a unas calles de distancia, y cada tarde aparecía con una sonrisa y una excusa nueva para quedarse un rato más. A veces me esperaba después de mis clases, otras veces me acompañaba a comprar helado o se quedaba en silencio, observando cómo bailaba. Nunca necesitábamos decir mucho. Bastaba estar.
No sé en qué momento se volvió más que eso. Tal vez fue en una de esas tardes en que el sol parecía quedarse suspendido en el cielo y el mundo se detenía alrededor. Éramos niños, pero en mi memoria, su mirada ya tenía algo de promesa.
El timbre de un coche me saca de mis pensamientos. Sonrío con melancolía. Es curioso cómo los recuerdos siempre saben cuándo aparecer. Cruzo la calle y sigo mi camino. La ciudad comienza a llenarse de ruido, de vida, de ese caos ordenado que tanto me gusta observar desde lejos.
Llego al edificio del ensayo y saludo a la recepcionista, una chica amable que siempre lleva el cabello recogido en un moño perfecto. “Buenos días, Melissa”, me dice. Le sonrío, dejo mis cosas en el vestidor y me cambio. La ropa de danza siempre me hace sentir ligera, como si dejara el peso del mundo en los pasillos.
El ensayo comienza puntual. La música llena el espacio y me dejo llevar. Cada movimiento es una oración silenciosa, una conversación entre mi cuerpo y todo lo que callo. Mis compañeras se ríen, bromean, compiten por quién se equivoca menos. Yo no. Yo solo bailo. Bailo porque cuando lo hago, no hay ruido. No hay ausencias. No hay Daniel.
A veces pienso que, si dejara de bailar, los recuerdos me tragarían viva. Por eso, cuando el ensayo termina, me quedo un rato más. Repito los pasos una y otra vez hasta que siento que no queda nada más por dar. Entonces me siento en el suelo, respiro, cierro los ojos. Y ahí está él otra vez, en mi mente, con su risa, con esa forma de hablar que siempre parecía una canción.
Han pasado años desde la última vez que lo vi. Desde que él decidió irse también, buscando su propio lugar en un mundo que parecía cerrarse sobre nosotros. Supe que estaba en Argentina, que las cosas le iban bien, que se reinventó entre luces y pantallas, entre ese ruido que a él siempre le gustó. Nunca lo busqué. Nunca lo llamé. Pero a veces, cuando reviso las redes y aparece su nombre, algo en mí se detiene.
No es amor, me repito. No todavía. Es solo costumbre. Es solo nostalgia. Pero en el fondo sé que hay latidos que nunca aprenden a ser solo eso.
De regreso a casa, el cielo está teñido de un azul suave. El sol cae sobre los edificios y el aire huele a tierra tibia. Paso frente a una pequeña cafetería y me detengo un segundo. Ahí fue donde firmé mi primer contrato para bailar fuera de Venezuela. Recuerdo la emoción, el miedo, las lágrimas. Fue la primera vez que sentí que el mundo me daba permiso para soñar más allá de mi hogar.
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Editado: 05.11.2025