El ruido que me habita

Capítulo 2. Ecos

Madrid amaneció nublada, y aun así, el reflejo del sol se colaba entre las rendijas de las cortinas, justo en mi rostro. Me giré para esquivarlo, pero la luz insistía. Es curioso cómo el día puede empezar sin preguntarte si quieres estar despierta. Me quedé un momento más en la cama, mirando el techo blanco del pequeño apartamento que, a pesar de los años, aún se sentía como un sitio de paso. En silencio, escuché el zumbido lejano del tráfico, el sonido de un vecino regando plantas, el arrullo de la ciudad que me adoptó cuando más necesitaba desaparecer.

El teléfono vibró sobre la mesa de noche. Mensaje de Julia, mi manager: Ensayo a las 10. No llegues tarde. Ni un buenos días. Ni un emoji. Sonreí. Ella siempre fue práctica, impaciente y tan puntual como un reloj suizo. Yo, en cambio, era la lentitud encarnada. No por flojera, sino porque la prisa me roba la claridad. Me aturde.

Me levanté despacio. El suelo frío me despertó más que un café. Encendí el calentador, dejé que el vapor llenara el baño y observé mi reflejo en el espejo empañado. Ojeras. Cabello enredado. Nada que un poco de agua fría no disimulara.

Mientras el café se hacía, abrí las cortinas. La vista era la misma de siempre: los tejados ocres, las antenas que se asoman como lanzas, y más allá, el cielo gris. No es la ciudad más colorida, pero tiene una calma que me abraza. Aquí nadie me pregunta por el pasado. Nadie me reconoce. Y eso, en parte, me ha salvado.

A veces pienso que soy un fantasma de mí misma. Camino, trabajo, sonrío. Pero siento que las partes más vivas de mi alma se quedaron en Venezuela, o tal vez en alguien que ya no me recuerda.

El sonido del temporizador me sacó del pensamiento. Café listo. Pan tostado. Media manzana. El desayuno más rutinario del mundo. Me vestí rápido: leotardo negro, suéter ancho, moño alto. Tomé mi bolso y salí al aire frío.

El estudio quedaba a unas cuadras. Caminé por la Gran Vía, entre turistas que hablaban en idiomas que ya no intento reconocer. La ciudad se mueve como un solo ser: fluido, rítmico, a veces caótico. Yo, en cambio, me movía en silencio, intentando sincronizarme sin perderme.

Cuando llegué al estudio, el sonido de la música me recibió como una vieja amiga. Julia estaba en la entrada, hablando con un grupo de bailarines jóvenes, todos risueños, llenos de energía y ambición. Me saludó con un gesto breve.

—Llegas justo a tiempo —dijo, mirando el reloj—. Ve a repasar la coreografía antes de grabar el video de promoción.

Asentí, mientras me recordaba el itinerario. No tenía ganas de hablar. Prefería dejar que el cuerpo hiciera lo suyo.

Las horas siguientes fueron una mezcla de concentración y sudor. La música llenaba cada espacio del salón. Los movimientos salían de memoria, pero aún así, cada paso me exigía una precisión que solo se logra cuando dejas que el cuerpo recuerde lo que la mente olvida. Bailar es eso: una forma de mantener viva una historia que ya no puedes contar con palabras.

Cuando el ensayo terminó, me quedé sola en la esquina, mirando mi reflejo en el espejo enorme del estudio. Había algo en mi mirada que no reconocía. Tal vez cansancio. Tal vez nostalgia. Julia se acercó y dejó caer una botella de agua a mi lado.

—Tienes que descansar más —dijo, sin mirarme directamente—. Te ves agotada.

—Estoy bien —mentí, bebiendo un trago de agua.

—Sabes que el próximo mes viajaremos a París para las audiciones. Quiero que estés lista. —Su voz era firme, pero amable.

Asentí otra vez. París. Otro lugar donde ser invisible. Perfecto.

Salí del estudio cuando el sol empezaba a caer. El cielo se había teñido de naranja y gris. Caminé sin rumbo fijo, dejándome llevar por el ruido de la ciudad. Terminé en un pequeño café que solía frecuentar cuando recién llegué. Pedí lo de siempre: café negro y una porción de pastel de limón. Me senté junto a la ventana, mirando a la gente pasar. Me gusta imaginar sus vidas, adivinar hacia dónde van. A veces siento que, si observo lo suficiente, puedo robarles un poco de su historia.

El murmullo de una conversación cercana me distrajo. Un par de chicas hablaban de un streamer, alguien famoso que había hecho una transmisión benéfica para recaudar fondos. Mencionaron su nombre, pero no lo escuché con claridad. O tal vez sí. Tal vez lo escuché demasiado bien.

Daniel.

El café se me atragantó. Tosí, tratando de disimular el temblor de mis manos. No podía ser. Había muchos Daniel en el mundo. Pero cuando una de las chicas mostró su pantalla y vi la imagen fugaz de su sonrisa, supe que no era cualquier Daniel. Era él.

El corazón me golpeó el pecho con fuerza. La pantalla mostraba apenas unos segundos: su voz riendo, su acento intacto, esa mezcla de picardía y dulzura que yo conocía demasiado bien. Apagué la vista de golpe. No podía mirarlo más.

Habían pasado años desde la última vez que escuché su nombre sin sentir que el aire me pesaba. Y ahí estaba, como si nunca se hubiera ido.

Intenté concentrarme en mi pastel, pero cada bocado sabía amargo. Me pregunté si él aún recordaba cómo reíamos sin razón, o las tardes de lluvia en las que hacíamos planes imposibles. Si sabía que todavía me sé de memoria la canción que solía tararear cuando se concentraba.

“Lo superaste”, me había repetido a mi misma tantas veces. “Ya no duele.” Pero mentía. Siempre mentí.




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