El ruido que me habita

Capítulo 3. Buenos Aires

Desperté con el ruido. No era un ruido molesto; era otro tipo de ruido: el de una ciudad viva, llena de voces, motores, pasos, ventanas que se abren, risas que parecen venir de todos lados a la vez.

Tardé unos segundos en recordar dónde estaba. No era Madrid. No era mi cama. No era el silencio amable de las mañanas de allá.

Buenos Aires me recibió con un murmullo que no se apaga ni siquiera al amanecer. Me incorporé despacio, con la cabeza todavía pesada por el viaje y el cuerpo desordenado por el cambio de horario. La habitación del hotel estaba inundada de una luz tibia, de ese sol que parece más cercano, más crudo, más real. En la ventana, las cortinas se movían apenas, y por un instante tuve la sensación de estar dentro de un sueño que no terminaba de entender.

El día anterior había sido largo. Llegué de noche, tan agotada que apenas pude responder los mensajes de Julia antes de quedarme dormida con la ropa puesta. Había algo en el aire —una mezcla de humedad, gasolina y pan recién hecho— que me recordó a Valencia. Pero no era lo mismo. No del todo.

Caminé hasta la ventana. Desde el piso quince podía ver una parte de la ciudad: los techos bajos, las calles anchas, el movimiento constante. La gente hablaba fuerte, gesticulaba, se saludaba desde lejos. Había algo exagerado en todo, pero también honesto. Como si la vida aquí no supiera esconderse.

En Madrid, las cosas suceden en silencio. Los cafés murmuran, las calles piensan, la gente mide las palabras antes de soltarlas. Aquí, en cambio, todo parece estar a punto de estallar, pero en el mejor sentido.
Y yo... yo no sé si pertenezco a ese estallido.

Hice café con la pequeña cafetera del hotel. Mientras el vapor llenaba el aire, recordé la última vez que sentí algo parecido: tenía diecisiete, en Valencia; el calor se pegaba a la piel y la música salía de cada ventana del barrio. Mi mamá cocinaba sin prisa, las vecinas gritaban de una acera a otra, y yo ensayaba en un salón diminuto con las ventanas abiertas para que entrara el viento. Todo era ruido, pero un ruido lleno de vida.

Y sin embargo, cuando me fui, juré que nunca volvería a vivir rodeada de tanto sonido. El silencio de Madrid me había parecido un refugio. Una manera de escucharme sin distracciones. Pero ahora, en Buenos Aires, ese silencio parecía haberse quedado demasiado lejos.

Julia me escribió temprano: Ensayo a las once. Te espero abajo. No llegues tarde, por favor.Su eficiencia no entiende de husos horarios ni de nostalgias. Sonreí. Esa mujer podría organizar una gira mundial mientras toma un café y revisa tres contratos al mismo tiempo.

Me vestí con ropa cómoda, el cabello recogido, sin maquillaje. Miré mi reflejo antes de salir y noté algo distinto: los ojos. Había una luz, una especie de cansancio mezclado con curiosidad. No era tristeza. Era algo más antiguo. Como si una parte de mí hubiera reconocido este continente antes que yo.

Bajé al lobby. Julia me esperaba con el móvil en la mano y una lista de pendientes que parecía infinita.
—Dormiste algo, al menos —dijo, sin levantar la vista.
—Un poco —respondí.
—Perfecto. Tenemos la presentación del programa mañana y quiero que estés concentrada. Los productores son exigentes. Y argentinos. Así que prepárate para hablar; no te van a dejar ir con un “sí” o un “no”.

Sonreí.
—Tranquila, puedo improvisar.
—No dudo de eso —respondió, esta vez mirándome con una media sonrisa—. Pero igual revisa las preguntas que te mandé anoche.

Salimos del hotel. El calor me abrazó: un calor distinto, húmedo, que se mete bajo la ropa y te recuerda que estás viva. La calle olía a pan, a café, a gasolina, a flores. Todo mezclado. Todo exagerado.

Caminamos hasta la esquina donde nos esperaba el auto del equipo. Julia hablaba por teléfono, resolviendo algo del cronograma, mientras yo miraba alrededor. Un hombre barría la acera tarareando una canción vieja. Una mujer discutía con el taxista y, aun molesta, reía. Un perro cruzaba la calle como si tuviera dueño en cada esquina. Todo tenía un pulso. Y en medio de ese pulso, algo en mí se aflojó.No sabría explicarlo. Era como si mi cuerpo reconociera una frecuencia que mi mente había olvidado. La risa, el desorden, el calor... ese tipo de vida que en Madrid no existe.

Durante el trayecto al teatro, me quedé en silencio, mirando por la ventana. Pasamos por avenidas llenas de árboles, carteles antiguos, librerías, cafés con sillas en la vereda. Todo tenía algo de película vieja. Recordé a mi madre. Ella habría amado esta ciudad. Habría dicho que Buenos Aires tiene alma, y que uno no puede irse de los lugares con alma sin llevarse algo.

Me quedé con esa idea dando vueltas. Tal vez uno no escoge dónde nacer, pero sí escoge qué parte del mundo lo sigue respirando por dentro.

El teatro estaba en pleno centro. Un edificio antiguo, de esos con pisos de madera que crujen y espejos enormes que devuelven más de lo que uno quiere ver. El ensayo era con el equipo local, gente que apenas conocía. Julia se despidió con un gesto, asegurando que volvería a buscarme en unas horas.

El ambiente era distinto al estudio en Madrid. Más caótico, más improvisado. Había risas, bromas, música sonando incluso antes de que empezáramos. Me costó un poco adaptarme al ritmo: allí donde en Europa todo se planea, aquí las cosas se sienten.

Y sin embargo, cuando empezó la música, algo dentro de mí se soltó.
El cuerpo se movió solo, sin cálculo, sin perfección, con un tipo de verdad que hacía tiempo no sentía.
Los demás lo notaron.
—Che, qué linda energía tenés —me dijo uno de los bailarines al terminar una secuencia.

Sonreí, con un nudo extraño en la garganta. No era energía. Era memoria.

Al mediodía, salí a almorzar sola. Me senté en una pequeña cafetería con mesas de hierro pintadas de verde. Pedí empanadas y jugo de naranja. El camarero me habló con ese acento suave, musical, que tiene algo de canción. Me recordó que, aunque los países cambien, la calidez de la gente de este lado del mundo sigue siendo la misma.




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