Anwar estaba sentado en su despacho, mirando con indiferencia los documentos. Fingía leer, pero las letras se desdibujaban ante sus ojos y nada de lo escrito tenía sentido. Llevaba una semana sin poder pensar en otra cosa. En nada, excepto en Aine.
Su Aine, la que había rozado su corazón para luego pisotear con crueldad todos sus sentimientos. Sus palabras habían sido pura falsedad, y su comportamiento, un juego magistral. Todo el tiempo lo había engañado, espiado y, en última instancia, querido matar. Se había creído un enamorado ingenuo, incapaz de ver lo que se escondía tras aquella apariencia angelical. A la primera oportunidad, había huido con Elízar hacia los enemigos. Para el rey aquello era un doble golpe: lo habían traicionado tanto su amada como su propio hermano.
Con odio, arrugó los papeles y los arrojó al suelo. Nunca más permitiría que lo engañaran. Jamás volvería a dejar que una mujer se acercara tanto como había permitido a Aine.
Un golpe en la puerta lo sacó de sus pensamientos, y Anwar frunció el ceño. Dio permiso para entrar, con la vaga esperanza de que los asuntos de Estado lo apartaran de aquella maldita muchacha a la que alguna vez había considerado su amor.
El primero en entrar fue su consejero principal, Robert. Inclinó levemente la cabeza canosa y entrecerró sus ojos verdes:
—Perdón, Majestad. He venido a recordarle que aún no ha escogido esposa, y debía hacerlo la semana pasada. La nobleza está inquieta; en estos tiempos convulsos, el reino necesita un heredero.
Anwar apretó los puños. Una boda era lo último en lo que quería pensar. En Dalmaria había habido un golpe de Estado: Cornelia había sido derrocada y sustituida por la hija del difunto rey, Aineria, quien aún no había establecido contacto con él. Esa demora lo mantenía en vilo, sin permitirle relajarse. Deseaba saber qué esperar de la nueva reina, pero ella guardaba obstinado silencio.
El monarca dirigió una mirada severa al consejero, que aguardaba pacientemente su respuesta:
—Me da igual. Elíjela tú en mi lugar.
—Pero, Majestad, eso no es posible. La decisión debe tomarla usted. Por cierto, ha llegado un nuevo mago al palacio, uno bastante poderoso. Tiene la habilidad de encontrar objetos perdidos. Pensé que podríamos intentar localizar los cristales robados y, con su ayuda, examinar a las candidatas. Si realmente le es indiferente, podría elegir a aquella cuyo nivel de magia resultase más fuerte.
—Por eso eres mi primer consejero —respondió Anwar con un dejo de ironía—. Siempre sabes dar con la solución adecuada. Haz venir a ese mago.
—Ya lo espera tras la puerta, Majestad —contestó Robert, encogiéndose de hombros con modestia.
Anwar se sorprendió por la rapidez, aunque no lo dejó traslucir:
—Perfecto, hazlo pasar.
Un joven entró en el despacho. Tenía el rostro perfectamente afeitado, el cabello rubio recogido en una coleta, unos ojos azules vivaces bajo cejas finas y una nariz afilada que acentuaba su delgadez.
Tras una breve conversación, el mago explicó que solo necesitaba estar en el lugar donde había estado el objeto desaparecido. Aquello sonaba sospechoso para Anwar, pero decidió confiar. Lo condujo personalmente a la cámara del tesoro y señaló con un gesto el altar donde se guardaban los cristales:
—Aquí estaban antes de desaparecer.
El mago se acercó, pasó una mano de uñas largas sobre la polvorienta superficie de piedra y olfateó, como si pudiera reconocerlos por el aroma. Sacó de su bolsillo una bolsita de tela y la abrió. Esparció un polvo dorado sobre el altar y pronunció un conjuro. De inmediato, la piedra brilló intensamente y sobre ella aparecieron los cristales. Antes totalmente transparentes, los dos minerales en forma de cono ahora tenían un tinte rosado.
El mago explicó con sobriedad:
—Las palmas del ladrón brillarán de color rosa. Si está en este palacio, lo encontrarán con facilidad.
—Te encargo esa tarea. Robert te asistirá gustosamente —ordenó el rey. El consejero asintió, listo para marcharse, pero Anwar lo detuvo con un gesto de la mano—. Y además, fija para hoy mismo la medición del nivel de magia de las candidatas. A menos que este tono rosado lo impida.
El mago sonrió con suficiencia, alzando el rostro para subrayar su importancia:
—No será un obstáculo. El color desaparecerá en cuanto esparza este polvo sobre las manos del culpable.
Anwar asintió y salió de la cámara. Tal vez, con un poco de suerte, descubriría a otro traidor que había protegido en su seno.
Una hora después, el mago entró pomposamente en el despacho.
—Hemos encontrado al ladrón.
Editado: 07.09.2025