—¿Y quién es? —Anwar arqueó una ceja con gesto interrogante. Ya había ideado un castigo para aquel criminal, aunque después de la traición de su amada, parecía que nada podría sorprenderlo.
Al despacho hicieron entrar a Derek. Dos guardias corpulentos le sujetaban las manos, atadas con cuerdas, contra el vientre. Incluso desde detrás de la mesa, Anwar alcanzó a ver el resplandor rosado que cubría sus palmas. Derek. Así que era él. Por alguna razón, siempre lo traicionaban aquellos en quienes más confiaba.
—¿Por qué robaste los cristales?
La voz del monarca retumbó con la fuerza de un trueno. Derek solo torció los labios en una mueca burlona:
—¿Y está usted seguro de que ese mago, que apareció de la nada, no fue el verdadero ladrón, y simplemente decidió hacerme pasar por culpable?
—¿Y para qué habría de hacerlo? —la voz de Anwar no dejaba traslucir la mínima duda que, sin embargo, había empezado a germinar en su corazón.
—Para ganarse su confianza y traicionarlo en el momento más crítico. Está repitiendo la experiencia de sus predecesores.
Anwar apretó los labios, conteniendo la furia que pujaba por salir. Derek aludía claramente a Aine, y eso lo irritaba hasta el extremo. Las justificaciones del mago se deslizaban por sus oídos sin dejar huella: en su mente se alzaba la imagen de aquella que no le dejaba respirar. Pese a la traición, la echaba de menos. Quería estrecharla con tanta fuerza que le crujieran los huesos, como si de esa manera pudiera vengarse un poco por su corazón destrozado.
El mago continuó defendiéndose:
—La magia no miente. Es fácil comprobarlo —se acercó a Derek—. Esparciré polvo sobre tus manos. Si el tono rosado desaparece de los cristales, significará que tú fuiste quien los robó.
Anwar asintió. El hombre espolvoreó las palmas de Derek y, de inmediato, dejaron de brillar en rosa, volviendo a su aspecto habitual. El rey resopló con disgusto. Otro en quien había confiado resultaba ser un traidor. Parecía que ya no quedaban súbditos leales y que en cada rostro se ocultaba un enemigo.
—¿Para quién trabajas?
En lugar de responder, Derek forcejeó con violencia en un intento por liberarse de las manos de los guardias. Gruñó como una bestia y, de repente, ante Anwar aparecieron seis Dereks idénticos. Todos avanzaban con fiereza hacia él, desenvainando sus espadas.
Anwar permaneció inmóvil, observando la escena con frialdad. Sabía que Derek era un maestro de las ilusiones, capaz de crear visiones tan convincentes que resultaba imposible distinguirlas de la realidad. Para deshacer aquel hechizo, bastaba con no reaccionar ante las imágenes que presentaba la mente.
Uno de los Dereks alzó la espada y atravesó al rey. La hoja pasó a través de su cuerpo y se deshizo en el aire, al igual que toda la ilusión.
Ahora Anwar veía la verdadera escena. Los guardias luchaban contra enemigos inexistentes: se lanzaban contra el aire, lo golpeaban con los puños y trataban de atar a un adversario invisible. Derek ya no estaba en el despacho.
El monarca se levantó de un salto:
—¡Es una ilusión! Para que se disipe basta con no reaccionar a ella.
Los guardias, sin escuchar sus advertencias, continuaban su inútil batalla contra fantasmas. Anwar salió corriendo al pasillo. Anhelaba atrapar a Derek y estrangularlo con sus propias manos.
Lo buscaron medio día entero, pero había desaparecido sin dejar rastro. El rey lo declaró fugitivo y no podía tranquilizarse, furioso consigo mismo por no haber descubierto antes la traición. Esa tarde, Anwar se vistió con su uniforme de gala y se sentó majestuoso en el trono, observando con aparente indiferencia las pruebas de las candidatas. Le habían escogido a dos pretendientas, muchachas con el nivel de magia más alto de todo el reino. Aquello garantizaba el nacimiento de un heredero poderoso.
El rey ajustó la corona en su cabeza y bufó. Por primera vez desde que había subido al trono, se sentía un esclavo. Ni siquiera podía casarse con la mujer que amaba. Al recordar a Aine, sus manos se cerraron en puños. Ella lo había engañado, había robado su corazón y después desaparecido. Ya era hora de olvidarla y arrancarla de su pecho. La primera en acercarse a los cristales fue Milberga. Caminaba con paso majestuoso, grácil, la cabeza erguida con orgullo y una confianza evidente en su victoria. Se movía como corresponde a una verdadera reina.
Los mechones rubios de su cabello estaban recogidos en un alto peinado, sus ojos azules miraban de frente, el vestido azul susurraba al ritmo de sus pasos pausados y el generoso escote mostraba sin pudor sus encantos. Pero a Anwar le resultaba indiferente. Inconscientemente la comparaba con Aine y comprendía que nadie podría eclipsar a la mujer que había amado. Maldijo en silencio. A su ex amada, la traidora, tenía que olvidarla.
Milberga se detuvo ante el pedestal y, con decisión, tomó los cristales en sus manos. Éstos se iluminaron con un resplandor verde intenso, semejante al color de la hierba recién cortada. En la sala estallaron aplausos. Sin duda, aquel altísimo nivel de magia puramente luminosa despertaba admiración. La joven miró con satisfacción al rey y asintió. Luego devolvió los cristales a su sitio y regresó a su lugar.
Editado: 07.09.2025